Cincuenta años de amistad con Juan Marsé dan para muchas anécdotas, para muchas historias que ratifican su frase, repetida muchas veces, de que este país es una mierda.
Trabajaba en una habitación pequeña, cerca de la entrada de su piso. Junto a la ventana, una mesa rinconera y dos butacas. A la derecha, un aparato de televisión, algunos libros, pocos, y junto la puerta, la mesa de trabajo con un ordenador, muchos bolígrafos y enganchadas en la pared un par de máximas sobre la decencia y la escritura, firmados por dos grandes novelistas. En las estanterías, libros y fotos familiares. En ese espacio reducido, austero, forjo Marsé su gran retablo novelístico de la posguerra española a partir de miles de horas sentado tras esa mesa. Quiso el destino que esa habitación haya quedado vacía para siempre al morir Juan el 18 de julio, fecha que él, como tantos otros, siempre odió.
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