En la vida de cada persona hay calles importantes que, a fuerza de frecuentarlas, nos resultan intrascendentes, dándonos cuenta de su relevancia al pensar en ellas. En mi caso concreto creo haber cruzado, subido y bajado Pi i Margall, que injustamente no recibe el tratamiento de avenida, casi todas las semanas de mi existencia adulta. La razón es bien simple, pues constituye una frontera perfecta entre el Guinardó i Gràcia.
El mes pasado la ascendí para ir a buscar a un buen amigo y me fijé en la complejidad de su tiralíneas, visible sólo si la enfocamos desde una visión totalitaria del espacio. Si empezamos su recorrido por la plaça Joanic podemos tomar el carrer de Joaquim Ruyra y encaminarnos hacia la Sagrada Familia. Si continuamos para arriba llegara un momento donde los ojos contemplaran la recta de Secretari Coloma, promesa de la travessera de Dalt. Si en cambio giramos a la izquierda, casi justo en medio de su trazado, llegará un instante donde el ancho se reducirá y así nos sentiremos acomodados en el hábitat típico de Gràcia, con su supuesto laberinto, sin secretos para sus parroquianos.
Por lo demás Pi i Margall, pendiente de una anunciada reforma para convertirlo en un enlace verde, destaca por no tener nada remarcable, y esa precisamente es su magia, tanto que hasta resulta sencillo imaginar a un Paul McCartney catalán escribiéndole una oda a lo Penny Lane con el quiosco al lado de la modesta salida del metro, sus tiendas de electrodomésticos, los vecinos de toda la vida, los horribles bloques de pisos franquistas y ese punto medio en el que nadie se fija y resume toda una política municipal para con los símbolos de izquierdas, siempre más alejados del centro para evitar molestias.
Lo dicho es bien visible, sin ir más lejos, en el Carmel, donde de repente los socialistas encontraron oportuno dedicar una estatua a las Brigadas Internacionales en la entrada del túnel de la Rovira. Si preguntáramos a los habitantes de la zona nadie sabría decirnos a quién va dedicada la pieza, un gasto que bien podría haberse dedicado a la Rambla del barrio, ese cementerio de la sociabilidad cortado para mayor gloria del tránsito rodado. Una vez cruzamos Llobregós alcanzaremos la plaça de Salvador Allende, famosa cada once de septiembre con un triste retrato de su protagonista en plena observación de los festejos.
Si volvemos a Pi i Margall daremos con un triángulo compuesto por algunos banquitos y un tríptico disperso y rectangular dedicado al hombre que fue durante poco más de un mes presidente de la Primera República Española y apostó por una modernísima constitución federal que dividiría al país en diecisiete estados. La idea era tan bestia que quizá entonces, entre luchas cantonales y la precipitación de querer construir la casa desde el tejado, pronunció aquello de es más fácil meditar cambios desde abajo porque una vez en la cima es imposible realizarlos.
La frase es aproximada. No lo es el homenaje contemporáneo a esta figura tan clave y tan olvidada de nuestro periplo histórico. Ahora lo recordamos mediante esos paneles de fibra de vidrio, acero inoxidable y piedra artificial obra de Ignasi Sanfeliu y Sara Pons, autores poco antes de las esculturas de la plaça d’Anna Frank, un añadido más a la larga consistencia de plazas gracienses, con la salvedad que esta es cualquier cosa menos eso. La fragilidad de algunos de sus materiales entronca con la decadencia de la memoria pasada, de la que el padre del Federalismo podría contarnos mucho desde la tumba, pues su trayecto de la máxima relevancia a la desconsideración es una perfecta metáfora de cómo queremos transmitir nuestra relación con tan remarcables precursores.
En 1915, durante la Segunda Restauración, surgió la propuesta de darle un lugar de privilegio en el espacio público, decidiéndose como ubicación el cruce entre la Diagonal i passeig de Gràcia, la conocida popularmente como Cinc d’Oros por las farolas modernistas que desde mediados de los ochenta podemos contemplar en avinguda Gaudí. En 1917 el proyecto pareció fructificar y se encargó un busto a Miquel Blay, quien realizó un busto del político, cancelándose su colocación con el advenimiento de la dictadura de Miguel Primo de Rivera.
Al fin, tras casi dos décadas, la llegada de la Segunda República hizo que pudiera culminarse la aventura con el obelisco de Florensa y Vilaseca, un medallón conmemorativo y la imagen de la República de Josep Viladomat, que tras la Guerra Civil fue enviada al almacén municipal del carrer Wellington, siendo reemplazada por una Victoria de Frederic Marés, muy atareado en esa época inicial restauradora del orden previo a esos años de esperanza.
Con la muerte del dictador llegó el tiempo de la discusión, pero como hemos comentado con anterioridad ya no se quería dar relevancia central a Pi i Margall. La pieza de Viladomat se destinó desde 1990 a un conjunto creado por los otrora inefables Piñón y Viaplana que también incorporó el medallón conservado durante aquella larga noche que nunca termina de irse.
Desde 2016, en una acción típica y tópica del actual consistorio, se denomina la plaça de la República. Está en Nou Barris, lo que corroboraría nuestras sospechas de mantener monumentos sin darles ningún tipo de solera para fomentar su carácter inofensivo. De este modo el centro consolida su influjo de parque temático y la periferia recibe regalos sin poder para inculcar una pedagogía de quienes lucharon por los valores de todos y cada uno de nosotros.
Nadie se fija con atención en el Pi i Margall fronterizo. Mi anécdota más sonada en ese triángulo anodino fue dormirme una mañana de agosto cuando me senté al lado para fumarme un cigarrillo antes de ir a casa tras unas horas loquísimas en las fiestas de Gràcia. Desperté anonadado, con el sol machándome la cara y bien, quizá esa efeméride fue el embrión de este artículo. Menos da una piedra.