El diputado Carles Puigdemont fue nombrado candidato a la presidencia de la Generalitat por el nuevo Presidente del Parlamento, Roger Torrent. Esta circunstancia, prevista en la ley 13/2008, de la presidencia de la Generalitat de Catalunya, parece que no ha sido suficiente para superar el panorama de bloqueo constante a las instituciones de autogobierno catalanas que se practica desde el gobierno del Estado.

Y es que el recurso de Sáenz de Santamaría contra la candidatura de Puigdemont a la presidencia de la Generalitat va más allá de la causa judicial del primero o las capacidades del gobierno del Estado. Fruto de esta usurpación de funciones, el Consejo de Estado emitió un informe donde no veía ningún fundamento jurídico para bloquear la investidura de Puigdemont. En cambio, el Tribunal Constitucional se ha metido de lleno –a pesar de las horas de debate interno– obligando a una investidura presencial. El Estado quiere detener Puigdemont.

Mientras tanto, en Catalunya sigue gobernando el 155 –no lo olvidemos– y las decisiones del Parlamento no son capaces de generar un nuevo gobierno. La amenaza judicial y política preside la política catalana después de la DUI y el 155. Ninguna oferta de diálogo llega, mientras el exilio y la prisión marcan la vida de los artífices del referéndum del 1-O.

El independentismo tiene, eso sí, una asignatura pendiente: superar la propuesta mágica y asumir, en parte, su derrota. La astucia y los momentos históricos tendrían que dejar a un trabajo de base que pueda garantizar un proyecto practicable a medio plazo. No se trata de traiciones o renuncias; simplemente el Estado ha utilizado toda su fuerza para chafar liderazgos y destruir estrategias. Aquello razonable es que la agenda política de la próxima legislatura esté presidida por la recuperación de las instituciones autonómicas y del control de las finanzas de la Generalitat. El 155 ha sido una agresión de proporciones enormes.

El resistencialismo, en cualquier caso, aporta épica al momento político. Es cierto que el diputado Carles Puigdemont debería poder ser investido como Presidente. Pero, al fin y al cabo, el Estado ha demostrado estar dispuesto a pagar el precio –en términos de imagen internacional– que cuesta bloquear la investidura de Puigdemont. Incluso, por si acaso, el juez Llarena no ha permitido a Junqueras salir de la cárcel para votar en el Parlament. Atado y bien atado.

La descomposición del régimen del 78 ha llegado a sus máximas cotas. El proceso independentista planteado desde Cataluña ha acabado definitivamente con la independencia judicial y con la neutralidad de las instituciones del Estado. De hecho, la principal mentira del modelo territorial del Estado ha caído definitivamente. Recuerdo perfectamente como Xosé Manuel Beiras definía el Parlamento autonómico gallego como “Parlamentiño de cartón” mientras criticaba el centralismo del Partido Popular calificando la administración de la Xunta de Galicia como poder “autoanémico”.

La explosión de la cuestión catalana es el mejor ejemplo que el proceso de “devolution” practicado durante la Transición simplemente respondía a la necesidad de dotar de una cierta estabilidad al artefacto del régimen –y no a una verdadera voluntad federalizante o negociadora–. El centralismo retórico ha dado a un 155 agresivo y recentralitzador. Ahora, además, los parlamentarios y parlamentarias no podrán investir el diputado con más apoyos.

La no-investidura de Puigdemont es un episodio más de todo aquello que no es posible hacer dentro de este sistema político heredero del franquismo, capaz de todo para preservar la unidad de España. Incluso, si es necesario, saltarse las propias leyes.

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