Conozco a Jordi Sánchez desde hace años. Ya saben que considero arbitraria la prisión provisional que le afecta. También tengo mil dudas sobre el fundamento jurídico que impide su presencia en el Parlament para ejercer sus derechos. Pero no pretendo hablar de esto, porque no soy jurista. Yo quiero hablar del Jordi Sánchez que he tratado. De la persona. Comprendo que esto le importe poco a un juez, pero me afecta a mí cada vez que le imagino en su celda.
Sánchez ha sido toda su vida un activista, de esto no cabe duda. Desde los años de la ‘Crida a la Solidaritat’ destacó siempre como un agitador contumaz y pacífico. Más que pacífico, pacifista. Cuando le conocí, su credo era el de un catalanista categórico pero abierto y progresista y el pacifismo fue siempre su carta de presentación. Lo elevaba a categoría de mantra gandhiano hasta extremos que a mí, que vengo de otra cultura política, me ponían de los nervios.
Más tarde, tuve la oportunidad de conocer su actividad al frente de la Fundación Bofill y descubrí a un hombre preocupado por las desigualdades y por la creciente diversidad de nuestra sociedad. Siempre defendió medidas destinadas a facilitar la participación de los inmigrantes en la vida social y política. Nunca tuvo una visión excluyente de Catalunya. Teníamos mucho en común, porque estaba en la órbita de Iniciativa, aunque percibí que nuestras visiones del momento político se iban distanciando. Mientras yo seguía aferrado a las ideas que había mamado del PSUC durante la Transición, él empezó a dudar de que Catalunya pudiera seguir progresando con lo que se llamó, más tarde, ‘el régimen del 78’, una expresión que aborrezco porque sufrí el régimen de antes del 78.
Como muchos catalanes, viró definitivamente hacia el independentismo a partir de la sentencia del Constitucional contra el nuevo Estatut. Sin embargo, me consta que nunca abandonó el pacifismo como seña de identidad. Al volver de mi largo periplo por Medio Oriente, en el 2015, encontré una Cataluña irreconocible y una España enrocada, y pensé que el Procés podía acabar mal. Hablé con Muriel Casals, que procedía de la misma matriz, y me tranquilicé. Pensé que el terremoto que se avecinaba aún podría reconducirse con líderes como ella, conscientes de que no toda Catalunya se reconocía en la Assemblea Nacional Catalana (ANC). Cuando Sánchez asumió el liderazgo de la ANC pensé lo mismo. Puede que esto tenga poco valor jurídico. En todo caso debería tenerlo el acatamiento a la ley que ha manifestado delante del juez. Mucho más que las noticias surrealistas que llegan de Bruselas y que en nada le benefician.


