Ha pasado un año desde el atentado de las Ramblas y de todo lo que rodeó aquellos difíciles, intensos y convulsos días de agosto. Tras este tiempo y ante todo, vale la pena poner en valor la reacción de la ciudad de Barcelona frente al atentado. La respuesta ciudadana en rechazo a la violencia, también la de la comunidad musulmana –algo que siempre se ha producido, pero a lo que no se le ha dado visibilidad–, así como la afirmación de una Barcelona orgullosa de ser plural y diversa, son sin duda dos buenos ejemplos. Si el atentado quería hundir el modelo Barcelona, basado en la convivencia en diversidad, lo reforzó. Sin embargo, se impone la necesidad de un análisis más profundo que todavía no hemos completado.
Para reflexionar sobre el 17A, y también para luchar y que no se repita, debemos incorporar un abordaje desde la complejidad. E incluir en el debate qué política internacional nos rodea, o el porqué de nuestra injerencia en espacios políticos ajenos. Tenemos que hablar de todas las formas de extremismos violentos y de las víctimas que dejan a su paso. No sólo las que mueren y sus familias, también las que matan y sus familias. No sólo las que sufren agresiones, también las que normalizan ciertas situaciones de violencia. Y no podemos dejar el debate alrededor de nuestros jóvenes y de sus expectativas de futuro, del papel que les otorga esta sociedad. De qué entendemos por integración unos y otros y cómo de urgente es superar ese viejo tópico que iguala integración con asimilación. Debemos ampliar la mirada para incluir algo tan esencial como el sentimiento de pertenencia, un sentimiento bidireccional que nos interpela a todos: tanto al que se esfuerza por formar parte de la sociedad, como a la propia sociedad que le ha de incorporar. Hablar del 17A es, por lo tanto, entrar en los tonos de grises y ponernos ante el espejo como sociedad.
En este tiempo hemos escuchado cómo algunos se sorprendían de que esos jóvenes hablasen catalán o vistieran camisetas del Barça ¿Quizás tiene que ver con que durante mucho tiempo lo hemos identificado como signo de integración? Y quizá esa sorpresa nos explica también que, aunque ellos hubieran trabajado la pertenencia, la sociedad seguía, mayoritariamente, sin considerarles parte de ella ¿Por qué si no iba a sorprendernos que unos chavales de Ripoll hablasen catalán? Si nos sigue extrañando que vecinos musulmanes hablen perfectamente castellano o catalán es porque los seguimos ubicando fuera de nuestro imaginario. Los seguimos viendo como extraños. Motivo por el cual debemos ir más allá y preguntarnos, con independencia de que dominen más o menos la lengua, qué rol juegan –o les dejamos jugar– en nuestra sociedad. ¿Debemos continuar hablando de integración o tenemos que hablar de un sentimiento de pertenencia en la que todos estamos implicados? ¿Cómo puede, entonces, cuajar la semilla de la radicalización?
Una de las conclusiones a las que hemos llegado tras este año es que no podemos evitar que Barcelona, ni ninguna otra ciudad, sufra un atentado; pero sí que creemos posible evitar que nuestros vecinos sean los atacantes. Precisamente el 17A es complejo porque por primera vez el terror no venía importado del lejano oriente sino que teníamos la amenaza en casa, en la cuna de la Cataluña profunda. Los autores eran personas muy jóvenes y su perfil rompía todos los esquemas preexistentes.
Por eso es imprescindible empezar un trabajo de raíz, como el que está haciendo la ciudadanía de Ripoll junto con Barcelona, para estrechar los lazos con los ciudadanos musulmanes y poder afrontar juntos otra dimensión que aporta más complejidad al enfoque: como avanzar hacia una práctica religiosa adaptada a la realidad europea, un Islam europeo. En Barcelona hemos insistido mucho en destinar recursos en la mejora de los oratorios. No sólo porque la práctica religiosa es un derecho fundamental, sino porque entendemos que sacando de la precariedad la práctica del islam la estamos dignificando. Y es mucho más difícil que los extremismos violentos se den en espacios abiertos y normalizados, que bajo la opacidad.
Precisamente una de las secuelas del 17A ha tenido su expresión en el recrudecimiento de un conflicto en torno a un oratorio de nuestra ciudad. Concretamente en la calle Japó del popular distrito de Nou Barris. Sin caer en la autocomplacencia, tenemos la sensación que la gestión nada sencilla del conflicto marca un camino a seguir. La extrema derecha escogió la apertura de este oratorio como causa general contra los vecinos de confesión musulmana. El barrio inicialmente se dividió entre aquellos que, legítimamente, dudaron y sintieron miedo, y otros que combatieron desde el primer momento y de forma rotunda a la extrema derecha. La mediación del Ayuntamiento, así como la de diferentes organizaciones vecinales, fue fundamental para que, finalmente, la intolerancia y el odio sucumbieran ante el respeto mutuo y la defensa de los derechos de los vecinos de la comunidad musulmana. Sus derechos son los derechos de todos y el ataque es un ataque al modelo de convivencia que compartimos.
Para acabar, también es necesario que el miedo a caer en la islamofobia no impida las críticas sensatas a ciertos elementos de la religión musulmana. O, al menos, a determinadas interpretaciones de los preceptos islámicos. Como hacemos también ante otras confesiones o convicciones. Puede que para no dar munición a los islamófobos, hayamos perdido capacidad de crítica y autocrítica ante el Islam, que si bien su mensaje es eminentemente pacífico, también es cierto que existen algunas comunidades cuyo hermetismo dificulta el diálogo intercultural e interreligioso que perseguimos. Este es, también, un elemento que debemos abordar de la mano de los ciudadanos musulmanes.
En definitiva, tenemos que seguir reflexionando y compartiendo la experiencia acumulada, como hacemos Barcelona y Ripoll mediante un convenio de colaboración. Y no permitir que la agenda política vuelva a ahogar debates que necesitan tiempo, apertura de miras y mucho diálogo a distintos niveles. Hay que seguir alzando la bandera de que no tenemos miedo, pero tampoco tiempo que perder.

