En mayo del próximo año, aparte de los comicios municipales, también hay convocadas elecciones al Parlamento Europeo. Las primeras proyecciones de intención de voto indican que la extrema derecha podría mejorar sus resultados en Europa, por eso precisamente ha desembarcado Steve Bannon proponiendo la creación de The Movement, a modo de casa grande del populismo de derechas del viejo continente.
En el actual contexto de incertidumbres raíz del reordenamiento geopolítico global, fruto de la Posguerra Fría, un segmento de la ciudadanía ha optado -ante la crisis de los partidos tradicionales- para dar crédito a las llamadas “soluciones mágicas” que aportan formaciones extremistas.
El principal éxito de los partidos de extrema derecha o derecha populista es que, incluso cuando no cuentan con representación institucional o esta es escasa, han marcado la agenda política europea en temas relevantes como los debates en torno a la cesión de soberanía o el impacto de la inmigración. Lo que el historiador Xavier Casals definió como la “presencia ausente”. Así, ambas materias se han convertido en los principales ejes programáticos de estas formaciones que han conseguido abandonar en muchos casos la marginalidad o irrelevancia, explotando un discurso que proclama la defensa de lo que entienden como “valores tradicionales de Europa” (cristianismo, uniformidad étnica, identidad …)
La llamada crisis de los refugiados y el Brexit son dos síntomas de la permeabilidad de la ciudadanía europea hacia el mensaje de la derecha populista y, al mismo tiempo, el fracaso de la socialdemocracia y la democracia cristiana. Cuando la llegada de personas que huyen de conflictos armados y el encaje político de una UE andamio sobre el liberalismo económico no han encontrado respuestas en la clase política y los diversos organigramas supranacionales existentes, parte de la población se ha sentido desorientada. Esta orfandad ha sido explotada con acierto por las formaciones de extrema derecha y derecha populista, las que se han presentado por un lado como defensores de lo que conciben como valores europeos tradicionales y, por otro, como últimos garantes de la soberanía nacional.
Esto ha provocado la evolución de la extrema derecha, que ha dejado atrás el discurso del racismo biológico para abrazar un identitarismo etnopluralista o nativista -que explota profusamente la islamofòbia- y también la asunción de un euroescepticismo agresivo en identificar la UE como un ente que amenaza y desvirtúa la autoridad de los viejos Estados-nación. Este último no es un elemento menor dado que permite la convergencia de la derecha conservadora populista con formaciones de extrema derecha o grupos neonazis. Un hecho evidente en países como Polonia, Hungría o España, aunque en este último caso la amenaza se percibe de forma dual, interna y externa.
Pero aparte de estos elementos que estructuran el cuerpo ideológico de estos partidos, en su apuesta por reformularse y presentarse como una alternativa real a las formaciones tradicionales, la extrema derecha y la derecha populista han penetrado en ámbitos hasta hace pocos años impensables. El ecologismo, la ocupación de viviendas, el anticapitalismo, el deporte, las campañas de beneficencia por los autóctonos, la música o, incluso, la renovación estética son algunos ejemplos que evidencian la evolución de una extrema derecha que, en el caso español, trata de superar la marginalidad política a la que se vio abocada a raíz del fracaso electoral de Fuerza Nueva en 1982, cuando la pérdida del escaño de Blas Piñar la convirtió en extraparlamentaria.
Es obvio que hay una evidente voluntad transformadora que persigue resituarse de forma adecuada en el panorama político actual, como puede mostrar la actual reconfiguración y el trasvase de fuerzas/electorado potencial que sufre el populismo de derechas estatal. Renovarse o morir. Ahora bien, a pesar de estos afanes para librarse del lastre del pasado y reivindicarse como una alternativa prestigiada 2.0, persisten algunos elementos que dejan entrever debates aún pendientes respecto temas como la homosexualidad o el feminismo.
A menudo estas formaciones eluden abordar públicamente estas temáticas para evitar mostrar las carencias de su tentativa modernizadora. Es cierto que desde hace años en algunos países la extrema derecha o la derecha populista han asumido con normalidad el reto, como por ejemplo en Holanda o Francia, visibilizando a homosexuales en lugares destacados, como el desaparecido líder de la Lista Pim Fortuyn o el vicepresidente del FN francés, Florian Philippot; o situando a mujeres al frente de organizaciones, como Marine Le Pen en Francia o Frauke Petry, actualmente en Die Blaue, una escisión del AFD alemana.
Pero en España el peso de la tradición católica en el conservadurismo y la derecha española se convierte en un lastre. Como se desprende de las manifestaciones multitudinarias en favor de la familia tradicional, las campañas contra el aborto o la defensa de los valores masculinos que abanderan asociaciones ultracatólicas. Este “hecho diferencial” de la extrema derecha autóctona es compartido, por ejemplo, con el ultranacionalismo polaco. Una coincidencia, sin embargo, que no obedece al azar sino justamente a cronologías históricas que presentan similitudes en cuanto al fuerte ascendente de la iglesia en los respectivos regímenes y transiciones políticos.
En este sentido, pues, el proceso transformador de la extrema derecha española resta inconcluso precisamente por estos arrecifes heredados del pasado que impiden su equiparación con sus homólogos europeos. Todo ello nos hace evidente que no podemos abordar el fenómeno de la extrema derecha o la derecha populista como un movimiento homogéneo ni extrapolable, dado que responde a tradiciones políticas, localismos y contextos diversos.


