La conmemoración del primer aniversario de los hechos de octubre de 2017 ha acabado con un sabor agridulce, donde la frustración ha sido la protagonista. Hemos visto, por primera vez en años, grupos independentistas protestando en contra del Govern catalán. De la ilusión de las fechas mágicas hemos pasado a la nostalgia de las efemérides en las que conmemoramos que ninguna de las promesas se cumplieron.
Y me pregunto, ¿estos independentistas enojados protestaban porque se han dado cuenta de que los políticos procesistas les mentían, o bien porque han dejado de hacerlo? Observo curioso cómo algunos de los miembros más hiperventilados y enfurecidos con los políticos procesistas, son personas que hasta 2012 nunca habían tenido ninguna motivación por una causa política, ni habían asistido a manifestaciones de ningún tipo. Y, curiosamente, el blanco de la mayoría de los ataques (sobre todo en las redes sociales) ha sido ERC, el partido más antiguo del arco parlamentario catalán y que, indudablemente, tiene el currículum más extenso en la defensa de la autodeterminación.
¿Cuál es la razón de este fenómeno? Como historiador siempre soy partidario de poner el retrovisor y mirar atrás, hacia la génesis del movimiento social procesista. Entre 2010 y 2012 el procesismo había sido un movimiento social popular y horizontal que hacía simulacros de referendos por diferentes pueblos de la geografía catalana, con indiferencia y desidia por parte del Gobierno de Artur Mas. Las movilizaciones independentistas para la Diada de 2011 fueron un sonoro fracaso: una breve concentración de poco más de 8.000 personas. El 9 de julio de 2011 una manifestación independentista convocada por la “Plataforma por el Derecho a Decidir” congregó entre 13.000 y 30.000 personas, pasando con más pena que gloria. La campaña contra los peajes “No vull pagar“, impulsada por el grupo minoritario Solidaridad Catalana, terminó repentinamente cuando Abertis-La Caixa convocó una comisión en el Parlament; la campaña desaparece rápidamente de los medios de comunicación, al igual que los miembros de Solidaridad [1] .
Es a partir de 2012, a raíz del terror a ser arrastrados por las protestas del 15M ante la nefasta gestión de los recortes, la austeridad y el desempleo, cuando el Govern de la Generalitat de Artur Mas toma el total control del Procés, a través de la organización ANC, y lo promociona hasta convertirlo en masivo, a fin de canalizar el descontento social hacia un nacionalismo de competencia horizontal entre territorios que desactivara todo conflicto de clases sociales.
Nace entonces un pacto no escrito, según el cual las bases procesistas deberían confiar ciegamente en el Govern, mirando hacia otro lado cuando hubiera recortes o casos de corrupción nostrados. A cambio, el Mesías (Mas primero y Puigdemont después) los conduciría hasta la Tierra Prometida, de forma inminente. Una independencia exprés, sin coste personal ni material, que sería reconocida por todo el mundo una vez proclamada, como si fuera un conjuro mágico. Los independentistas, sin embargo, tenían que tener fe y no cuestionar nunca los planes ocultos y secretos de la cúpula gubernamental, unas misteriosas jugadas maestras que no se podían hacer públicas para no dar pistas al enemigo.
Sociológicamente el Procés tiene un gran éxito especialmente en áreas rurales y en clases medias urbanas y se mueve entre el 40 y el 48% del electorado catalán desde 2012. En este porcentaje podríamos distinguir dos mitades: Un 20-25% que eran los independentistas de toda la vida que se suman al movimiento, como una ventana de oportunidad para hacer masivos sus planteamientos, aunque tienen la ligera sospecha de que no todo será tan fácil ni tan rápido como les están vendiendo, ya que son más o menos conscientes de las dificultades que han tenido hasta entonces.
Por otro lado tenemos otro 20-22% de nuevos conversos, los que se suben al carro en 2012 con una fe mesiánica después de una revelación mística inesperada. Personas que posiblemente hasta el 2011 aprovechaban el 11-S para ir a pasar el día a su segunda residencia, pero que a partir de 2012 convierten en Procés en el sentido y motivación de su vida, dedicando gran parte de su tiempo a realizar performances y actos simbólicos para invocar la República. A pesar del riesgo de que esto pusiera fin al procesismo, que ya se ha convertido en una forma de vida.
Estos dos grupos transitan juntos hasta que el 27 de octubre de 2017 queda claro que la DUI no recibe ningún reconocimiento internacional, que no había ninguna estructura de Estado preparada ni ninguna estrategia para controlar el territorio y hacer frente a España. El Procés termina repentinamente con el exilio o encarcelamiento de sus líderes y la suspensión de la autonomía catalana. El choque traumático para este final abrupto se traduce en un primer momento con el movimiento de los lazos amarillos, donde las demandas de libertad de los políticos presos eclipsan las peticiones de restitución de una supuesta República Catalana no implementada.
Pero una vez se restablece el Gobierno de la Generalitat con JXC y ERC al frente, las estrategias y los intereses de los nuevos conversos y los independentistas de toda la vida son cada vez más divergentes y contradictorias. El alma más realista del independentismo pragmático, encarnada hoy por Junqueras o Joan Tardà, les aconseja poner el freno de mano y priorizar el pactismo y el entendimiento con la izquierda española, para alcanzar una base social más mayoritaria para el soberanismo, posponiendo a un futuro más o menos lejano cualquier enfrentamiento directo con el Estado.
Mientras tanto, el espacio postconvergente de Puigdemont i Torra se resiste a aterrizar en la realidad y quiere seguir alimentando la masa de los nuevos conversos que demandan promesas nuevas para seguir llenando de sentido su tiempo. La creación del Consejo de la República y del Comité Asesor del Foro Cívico y Social por el Debate Constituyente no son más que una metadona para calmar la ansiedad y el síndrome de abstinencia de los adictos a la hiperrealidad processita, una fantasía que para puede llegar a ser más real que la realidad misma.
Ahora sólo nos queda saber hasta qué día podrá resistir un Govern de la Generalitat, en el que sus miembros reman en direcciones totalmente opuestas y con unas bases sociales cada vez más enfrentadas entre sí.
[1] Martinez, Guillermo (2016) La gran ilusión. Mito y realidad del Proceso indepe. Debate, pg 175


