En el marco de las conmemoraciones del 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos me vuelve a la mente una reflexión del amigo y maestro Theo van Boven. El antiguo director de la División de Derechos Humanos de la ONU nos explicaba, entusiasmado, como los derechos humanos pasaron de ser una cuestión tratada en unos tristes despachos en el sótano de un edificio de las Naciones Unidas a ocupar un magnífico palacio a orillas del lago Leman.

Siempre me ha parecido una bella y concisa metáfora de lo que fue la laboriosa y gradual construcción, durante la segunda mitad del siglo XX, del sistema internacional de protección de los derechos humanos. Un sistema que hoy debe demostrar estar suficientemente consolidado para aguantar las embestidas contra los derechos humanos que resuenan sin pudor por todos los continentes.

Durante los años inmediatamente posteriores al final de la segunda guerra mundial, con las imágenes dantescas del holocausto muy presentes y las heridas bélicas aún sangrantes, los Estados miembros de la ONU se conjuraron “a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre (sic), en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas “. Así, el 10 de diciembre de 1948 adoptaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), uno de los textos más trascendentales y transformadores de la era moderna.

Si hace 70 años éste fue fundamental para manifestar los valores que deberían marcar las actuaciones de los Estados, en momentos políticos y sociales tan complejos como el actual debería seguir sirviendo de brújula para que, entre tanto desconcierto, no perdamos de vista que la dignidad y la libertad de las personas, de todas ellas, deben prevalecer sobre cualquier otro interés.

La adopción de la DUDH significó un gran éxito, pero también muchos retos. Uno de los más importantes era que a pesar de tener un contenido tan potente, el texto no se convirtiera en papel mojado, como tantas otras resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Había que darle vida, difundirla, socializar para que la gente hiciera suyos los derechos enunciados, desarrollar el marco normativo internacional complementando la DUDH con instrumentos jurídicos que articularan claramente obligaciones legales por parte de los Estados y crear organismos de control del cumplimiento de estas obligaciones.

Si bien el período posterior a la segunda guerra mundial fue propicio para consensuar una declaración de derechos humanos, la subsiguiente división del mundo en dos grandes bloques antagonistas y el inicio de la guerra fría relegaron los derechos humanos a un plan mucho menos prioritario. Por un lado, se multiplicaron las graves violaciones cometidas en todo el planeta y por otro lado, el recelo existente entre los dos bloques dificultaba el diálogo y el entendimiento en las diferentes negociaciones. Todo ello politizó tremendamente el discurso de los derechos humanos y dificultó enormemente el desarrollo normativo pendiente.

Aun así, en un clima internacional de máxima tensión, con persecuciones políticas en muchos países y conflictos armados esparcidos por todo el planeta, la llama de los derechos humanos no se apagó nunca. Al contrario, personas de todos los continentes y diferentes especialidades – juristas, diplomáticas, políticas, funcionarias internacionales, representantes de ONG y movimientos sociales, líderes religiosos, etc. – batallaron muy duro para mantener los derechos humanos en la agenda internacional, dotarlos de significado y contenido tangible, más allá de las cargas ideológicas y crear mecanismos de protección, tanto de ámbito universal como regional.

Uno de los mayores éxitos del movimiento por los derechos humanos en todos estos años es probablemente haber conseguido instaurar la idea en la opinión pública mundial que el desprecio por los derechos humanos es malo, que todas las personas son titulares de derechos por el solo hecho de ser personas y que los Estados tienen la obligación de promover, proteger y respetar estos derechos, no por compasión, buena voluntad política o paternalismo, sino por mandato legal. Durante muchos años, la mayoría de los Estados que no cumplían con sus obligaciones lo intentaban maquillar de una manera u otra, pero a ninguno de ellos les gustaba ser señalados por este motivo en los diferentes foros internacionales, especialmente durante las sesiones del Consejo y anteriormente Comisión de Derechos Humanos.

Sin embargo parece que últimamente se quiera dar la vuelta a esta premisa. En pocos meses, hemos visto, asombrados, como líderes políticos han utilizado un discurso abiertamente contrario a los derechos humanos como arma electoral y cómo esta estrategia les ha funcionado. Este giro se inscribe en un inicio del siglo XXI marcado por una serie de fenómenos terribles que han abierto una maquiavélica veda a ataques frontales contra los derechos humanos: la guerra contra el terror iniciada por Estados Unidos en 2001 y su subsecuente recorte de libertades; la crisis económica de 2008 y las medidas de austeridad y recortes de derechos; el fomento del discurso xenófobo y las limitaciones del derecho de asilo ante los desplazamientos masivos de personas que huyen del flagelo de la guerra y la pobreza; la emergencia desacomplejada de grupos de extrema derecha en la esfera pública y política; el aumento de la precariedad y de las desigualdades en el mundo; la violencia del crimen organizado sobre millones de personas; el desmesurado y descontrolado poder de grandes corporaciones transnacionales …

Se trata de nuevos y vertiginosos retos que el movimiento por los derechos humanos necesita encarar con contundencia, haciendo uso de las herramientas que se ha ido construyendo arduamente desde 1948. En esta nueva etapa, las estrategias y logros de otras luchas hermanas como el ecologismo, el pacifismo, el feminismo o el movimiento pro LGBTI sin duda pueden servir de fuente de inspiración y de refuerzo. Nos encontramos ante nuevas realidades que hacen que el movimiento por los derechos humanos – que al fin y al cabo somos todas y todos – tenga que volver a entregar duras batallas que pensábamos ya ganadas. Situaciones inimaginables hace unos años y que ahora merecen toda nuestra atención y energía para que no desboquen en escenarios aún más funestos. Como advierte Amnistía Internacional en su informe 2017/18, “ya nadie puede dar por supuesto sus derechos humanos”.

Pero el tiempo de los derechos humanos no ha terminado. La solidaridad y el compromiso por un mundo justo todavía laten fuerte en el corazón de millones de personas dispuestas a acoger a quien busque refugio, a compartir con quien menos tiene, a no dejar entrar el discurso del odio y del miedo en la sus mentes, a cerrar el paso al fascismo, a indignarse ante la mediocridad, a seguir entonando canciones prohibidas y a llenar las calles de protestas pacíficas contra las injusticias.

Otros y otras antes que nosotras lucharon con determinación para que los valores básicos que sostienen los derechos humanos – la dignidad e igualdad de todas las personas – se configuraran y se mantuvieran como pilar fundamental de un mundo compartido. No nos lo esperábamos, pero actores y factores emergentes quieren hacer tambalear este pilar. Nos toca no bajar la guardia, entre todas y con creatividad y energías renovadas, debemos evitar que los derechos humanos vuelvan en el sótano de donde algunos no los hubieran querido sacar nunca.

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Sabina Puig, coordinadora de programes de l’ICIP (Institut Català Internacional per la Pau)

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