Para mí, la patria son los médicos que reivindican más tiempo para poder atender a sus pacientes. Los maestros que luchan por una escuela inclusiva. Los bomberos que piden un mejor material para ser más eficientes. Los profesores asociados que mantienen la Universidad con sueldos de pobreza. Los científicos que anteponen la búsqueda a sus proyectos vitales. Es, también, Open Arms, salvando vidas en el Mediterráneo y nuestra dignidad ante la insoportable tragedia de los refugiados e inmigrantes. La patria es la gente que quiere servir a los demás, haciendo bien su trabajo. La gente que siente empatía, respeto y responsabilidad hacia el conjunto de la sociedad. Y se moja.
Para el fascismo, la patria está por encima de todas y cada una de las personas individuales. Es el totalitarismo. Todo el mundo bajo una misma bandera. Un proyecto político. Un liderazgo. Es el ‘pueblo’ por encima del individuo, que ya no es considerado ciudadano, sino ‘la parte de un todo’. Las libertades y los derechos personales están al servicio del ‘pueblo’. Es decir, de quien tiene el poder de decidir quién es y qué quiere el ‘pueblo’.
Norbert Bilbeny, catedrático de Ética de la Universidad de Barcelona, recuerda que el fascismo tiene, entre sus fundamentos, “la producción de doctrina (nacionalista, racista, antiparlamentaria siempre) y la profusión de propaganda (partidista) por todos los medios posibles, con la consiguiente pérdida del respeto a la verdad y la sustitución de ésta por consignas. La propaganda fascista se distingue en particular por provocar tres emociones: el sentimiento de miedo, la incitación del odio y el desprecio de la verdad”.
El fascismo responde a un fenómeno histórico concreto. A uno de los momentos más oscuros y trágicos de la historia de la humanidad. Pero a la pregunta de si quedan brasas de aquel terrible incendio, la respuesta es que sí. Desgraciadamente, sí. Aún más, si concretamos la pregunta en el partido Vox, que acaba de conseguir doce diputados en el Parlamento de Andalucía, la respuesta también es afirmativa. Porque las ideas, la estructura mental, el universo simbólico del fascismo (con actitudes supremacistas, xenófobas, racistas, homófobas, antifeministas, totalitarias) están en los seis folios, seis, del programa de Vox. Como en los partidos de extrema derecha que crecen en Europa. Como en el ideario de Trump (Estados Unidos) o Bolsonaro (Brasil) o en numerosos votantes del Brexit.
El fascismo con todas sus formas (como el franquismo), o el nazismo, o el estalinismo, propiciaron acontecimientos históricos de tal degradación y crueldad, que no podemos usar su nombre en vano. No podemos banalizar palabras que van ligadas a la muerte de millones y millones de seres humanos. Pero, al mismo tiempo, debemos tener las alarmas bien encendidas cada vez que detectamos las chispas de aquellos viejos tiempos. Para que nunca puedan volver.
El peligro está aquí. Por eso es tan importante que no consideramos ‘migajas’ las reivindicaciones de aquellos que verdaderamente ‘hacen patria’, que trabajan en defensa de los derechos fundamentales. Que no hablamos ‘en nombre del pueblo’, cuando la sociedad es plural y diversa. Que no mantengamos actitudes excluyentes y de denigración de los que consideramos ‘los otros’. Que no pongamos las banderas por encima de las personas. Que no alimentemos el odio y el miedo hacia los ‘enemigos’. Porque necesitamos crear ‘enemigos’ que nos justifiquen. Como ha buscado siempre el fascismo.
Cuando hacemos todo esto. O cuando, por ejemplo, convertimos el periodismo en propaganda, quizás no somos los fascistas de los años 30. Pero ponemos nuestra semilla para que, un día, rebroten aquellos viejas ideas. Porque las brasas del fascismo están, y tal vez mucho más cerca de lo que pensamos.
Este artículo ha sido publicado originalmente en Diari de Tarragona


