La derecha y sus medios se frotan las manos ante la debilidad y el desconcierto que muestra el independentismo en puertas del juicio. Yo no me alegro. En política, la debilidad no suele ser buena consejera. Puede llevar a sobreactuar y arriesgar más de la cuenta como ocurre estos días. ¿De qué debilidad habla usted? De la que se expresa en muestras de flaqueza de mucho calado.
Los presos han venido y se han ido sin que se produjera ningún ‘daltabaix’. El gobierno se reunió en Barcelona sin que sucediera nada que no estuviera previsto. El juicio se ha convocado sin que se alterara la vida cotidiana. La huelga prevista se ha aplazado… al día siguiente de que el Consell per la República la apoyara, y las últimas movilizaciones han sido, digamos que discretas. Europa sigue inquieta por unas acusasiones de rebelion que no entiende, pero callada.
Y ningún país del continente está, ni estará, por el derecho de autodeterminación. Aunque cada día hay alguna barrabasada para exhibir en TV3, lo cierto es que el Supremo mira hacia Estrasburgo y prepara la vista con una cautela que desarma. La suficiente como para que no cuele el símil de Turquía. Desconcierto para quienes esperaban vejaciones de republica bananera. Hay otras fuentes de debilidad: las trifulcas cainitas entre socios, el fracaso de la Crida y la huida hacia adelante de Puigdemont que vuelve a dar por proclamada la República. Radicalización de unos pocos. Desconcierto de muchos.
Nada bueno. Quienes se alegran de semejante deriva se equivocan. Yo siempre he estado contra las proclamas unilaterales, pero no aspiro a que el independentismo muerda el polvo. Hay que darle una salida. Dentro de la ley y con toda la imaginación que haga falta. Empezando por la gestión política de las condenas y buscando una fórmula para que algún día se pueda votar.