Hay un discurso que se vende a la psicología occidental más extendida y los libros de autoayuda, según el cual el bienestar emocional depende de la parcela individual de felicidad, la que nos autoadjudicamos. La que depende sólo de nuestra autoestima y fortaleza para superar con una sonrisa de oreja a oreja los sobresaltos y el dolor de la vida.
La cuestión es que el dolor a menudo lo genera el conflicto que tenemos entre personas, dejando de lado los que tenemos con nosotras mismas. Si bien es inequívocamente necesario amarnos y darle importancia a lo que pasa dentro de nosotras. A menudo nuestro dolor hace frontera con el otro y esta individualización no nos permite navegar por el espacio compartido entre dos (o más) personas.
Nuestra supervivencia emocional depende de si tenemos un entorno seguro que cuide de nuestro bienestar. Es el pacto implícito que establecemos con nuestras amistades y relaciones sexo-afectivas. Este pacto nos otorga el derecho a reclamar cuando algo no va como debería ir, se fundamenta en la confianza y nos asegura que esto es tierra firme y no cae a pesar de los embates de la vida.
Hay muchas maneras de afrontar los conflictos y mientras unas personas juegan en la liga de la parcela individual, en el libre mercado de las emociones, las otras intentan colectivizar y explicitar los pactos para hacer un bien común y procuran ir generando entornos de seguridad para todas. Aunque a menudo se hace a costa del desgaste y
cansancio emocional de las que cuidan.
El conflicto es inherente a la vida y no se trata de ser santos y santas que no hacemos daño a nadie, es imposible. El problema es que para los liberales es obvio que el dolor se lo come con patatas que lo sufre. No es su responsabilidad ocuparse de eso. Barrer y sacar las hojas de la parcelita individual de otro nunca podría ser cosa suya, aunque las hojas y la mierda que hay en el suelo las haya ido arrastrando él/ella y ahora cueste ver la entrada.
Salvando las distancias de las generalizaciones, mientras la feminidad es de la escuela del pacto, la masculinidad privatiza como si fuera de la escuela de Chicago. El sesgo de género es muy engañoso porque las que cuidan se creen débiles, cuando muy a menudo, ellas hacen menos daño del que les hacen a ellas.
Así que, como nadie se ocupa de este dolor, toca auto-coserse, aguantando el escozor mientras se intenta hacer pedagogía de por qué aquello no está bien. Porque si juegas en la liga del libre mercado de las emociones no entiendes (o no quieres entender) el dolor ajeno. Y lo que más pica es alucinar con que el dolor, tan obvio, muy a menudo se disfraza de ser no intencional.
Las mujeres ingenuamente hacemos atestados emocionales en cada momento en todas las relaciones, para que el otro tenga espacio de decisión en la gestión del problema y las afectaciones que tiene para su vida. Mientras, nosotras nos topamos con un yo me lo guiso yo me lo como que no nos otorga espacio para decidir qué hacemos con el problema del otro y desde donde lo abordamos, en común. Nuestro entorno es permeable a nuestros deseos, anhelos y problemas y como de costumbre a nosotras se nos arrebata el espacio de toma de decisiones, herencia del capitalismo y patriarcado más rancio.
Además cuidar de los demás supone limitar nuestra libertad hasta el punto de ir por el mundo respetando la felicidad del resto, a menudo subordinándose a la nuestra. El viejo dilema entre la libertad o la igualdad. Mientras tanto, no sólo nos hacen daño, sino que vivimos con celos el callo emocional que permite a los que hieren ir por el mundo con un dispensario de libertad ilimitada que nosotras nos hemos extirpado.
Me gustaría que el entorno cogiera al liberal en cuestión de la oreja y le dijera, ¿ves todo esto de aquí?, es tuyo y ya puedes dedicarte a coserlo, hablarlo y consensuarl . Porque el problema nunca es el qué, siempre es el cómo. Y que por una vez reivindiquemos este espacio de consenso desde el común y que el dolor no sea responsabilidad de quien
lo sufre, sino de quien lo genera.
Pero siendo realista, los liberales lo son porque les da igual el bienestar ajeno, aunque lo disfracen de inconsciencia. Así que como entorno tenemos dos opciones. Podemos apelar a la libertad individual de elegir como amigos o parejas a liberales que llevan armadura de acero forjado, y desde nuestro pedestal de estabilidad emocional susurrar sin podernos aguantar, yo ya te lo había dicho. O bien, podemos probar de barrer la entrada aunque vayamos cortas de escobas y sufrir y sudar el dolor que hasta ahora no nos corresponde.
Podemos dejar de tejer complicidades con los acosadores, con los que engañan, con los es que no sabe más, con los es que es un cabrón pero es su problema, con los que se excusan tras cualquier cosa para tratar mal a otro. Porque no hay justificaciones, ni perdones, ni inconsciencia que expliquen no asumir las consecuencias de los actos que generamos y la impunidad social es cosa nuestra.
Quizás pueda ser el entorno el que se encargue de las pedagogías, señalar, hacer de gota malaya y romper las complicidades despacio, aguantando con firmeza la embestida del conflicto. Igual algún día si nos ponemos lo revertimos. Y al final damos voz a las que cuidan para que no queden a merced de las que defienden la propiedad
privada.