“El Estado soy yo” (l’État c’est moi ) es una frase que se le atribuye al Rey Luis XIV de Francia en el parlamento de París del año 1655. Sólo tenía dieciséis años, pero el “Rey Sol” ya comprendía una verdad hoy en día olvidada: los Estados, como todas las organizaciones políticas existentes, no son más que personas que, en determinadas posiciones, toman decisiones. Ciertamente, este modo de representación del Estado era mucho más evidente en la forma de las monarquías absolutistas del siglo XVII que en la actualidad, cuando todos los poderes que hoy le reconocemos al Estado (ejecutivo, legislativo, judicial) se unían en una sola figura, que, por orden divina, era la fuente del poder del Estado.
Los Estados modernos son otra cosa. La forma en la que el poder funciona en democracias no es un poder que se revele a menudo en su forma primera, ni toda a la vez. Esta es parte de su fortaleza. Funciona, como nos enseñó Foucault, de forma capilar, casi invisible, a través de un conglomerado de dispositivos, relatos, estructuras y funciones. Pero hasta que no lleguen los tiempos donde el algoritmo regule el buen funcionar de los Estados, éstos, al final, no serán más que personas que toman decisiones que afectan a otras personas. Y en momentos de extraordinaria excepcionalidad, estas personas se hacen visibles. Como en el juicio.
Felipe VI, Rey de España
El Estado afloró en la presencia corpórea de Felipe VI durante el día 3 de Octubre. La razón de aquel fatídico discurso era precisamente la de recordar que el Estado existe más allá de todo: de la democracia, del derecho, y de las libertades individuales. Aquel discurso, al mismo tiempo, manifestaba la debilidad del Estado. La excepcionalidad forzaba al Estado a tomar la forma corpórea de un Rey que, a diferencia de Luis XVI, llevaba corbata y no corona. El contenido explícito de su intervención iba dirigido a explicar que España era una nación indisoluble y que haría lo que hiciera falta para continuarlo siendo. Pero el contenido implícito era otro: “mientras yo esté, el Estado estará”. El Estado no tomará medidas que vayan en contra su propia supervivencia.
El juicio: ¿quién es quién?
Año y medio después del discurso del Rey, estamos teniendo la desgraciada oportunidad (o no, depende) de verle las tripas al Estado. En el juicio a los presos independentistas hay en juego mucho más que la libertad de los encausados. Es un juicio al Estado; juicio político y metafórico, si se quiere, porque obviamente es el Estado quien acusa. Pero el Estado se examina en una reválida que puede reforzar su estatus o sumirlo en una crisis iniciada con el 15M, ampliada con el nacimiento de Podemos y el fallecimiento del bipartidismo, y prolongada con el conflicto independentista. Ahora bien, si antes decíamos que el Estado había tomado la forma carnal del Rey durante el 3 de Octubre del 2017, ¿quién es el Estado en el juicio?
Intuitivamente sería lógico pensar que el Estado se representa en el juicio en la bancada de la Fiscalía. Pero la estrecha connivencia que la Fiscalía (prefectura que recae en el Fiscal General del Estado) tiene con el Gobierno, hace que en última instancia sus criterios de actuación dependan del color político de turno. La fiscalía se erige portadora de una razón de Estado, que no es exactamente lo mismo. La insistencia en el delito de rebelión, que choca una y otra vez con el principio elemental de realidad, denota una voluntad de mantener la coherencia de la acusación primera. Es decir, de preservar el orgullo profesional de los mismos fiscales. No, esto no es el Estado.
¿Y la policía? La policía en todas las formas, de Policía Nacional a Guardia Civil pasando por los Mossos son el cancerbero del Estado. Como se sabe, el primer requisito de los Estados es tener mantener el monopolio – que se le llama legítimo – de la violencia sobre un territorio. No hay Estado sin policía. Una sensación que emanaba tanto de las declaraciones de Pérez de los Cobos, como – y para malestar de una parte importante sector de la independentismo- del Mayor Trapero. La policía es la condición que hace posible que los estados, pero no son el Estado estrictamente hablando.
Podría pensarse, también, que aquellos que representaban el Estado eran los que presidían el Gobierno. Pero la actitud en las comparecencias del ex-Presidente Mariano Rajoy, de Zoido y de Soraya era otro. Sus declaraciones no tenían nada que ver con el Estado y se encogían ante el Tribunal. Lo que intentaron era otra cosa, similar a los trabajos de la fiscalía: hacer coincidir sus intereses de partido con la razón del Estado. Esto sería, por supuesto, en el mejor escenario posible, porque lo que destilaba la comparecencia de los representantes del Ejecutivo no era más que la versión adornada del Sálvese quien pueda. Primero trataron de salvaguardar su legado y el del Partido (el verdadero Estado de los políticos). Luego, si la cosa iba bien, ya defenderían el Estado. Cabe decir que no superaron ni la primera de las premisas.
Entonces, pues, ¿dónde queda el Estado?
La forma física del Estado la ocupa alguien que, a diferencia de los otros grupos mencionados, sí tiene conciencia de ser Estado. Se preocupa por sus intereses, es decir, que salga fortalecido al finalizar el juicio. Analiza con detalle la situación política y cuida los detalles procedimentales para mantener esta exigencia temporal – legal y democrática – que rodea a los Estados democráticos. Al igual que aquel 3 de Octubre, el Estado es hoy, de manera excepcional, una persona. El Estado no es ni el ex Presidente del Gobierno, ni el teniente coronel de la Guardia Civil, ni ninguno de los Fiscales.
El Estado depende ahora mismo del juez Marchena porque Marchena… es el Estado. El problema es que, por mucho Estado que sea, no deja de ser una persona tomando decisiones en momentos extraordinarios. Y, como toda persona, tiene una ideología. Una ideología conservadora, en su caso. Lo que podría ser un problema para el Estado, ya que tan sólo una condena que despreciase la rebelión y la sedición haría al Estado más fuerte, al apuntalar su percepción – nacional e internacional – que España se mueve jurídicamente en la línea del Tribunal alemán de Schleswig-Holstein.
Hay un precedente peligroso: la sentencia del caso “Aturem el Parlament”, en el que se juzgaba a diecinueve activistas que se manifestaban en contra de los recortes del gobierno de CiU, intentando impedir la entrada del Govern de la Generalitat en el Parlament. El Tribunal Supremo, anulando la sentencia de la Audencia Nacional, condenaba a ocho de los acusados a tres años de cárcel, alegando, entre otras cosas, una conducta violenta. Una de las personas que se manifestó públicamente a favor de esta sentencia fue, para más inri, Francesc Homs, entonces Portavoz del Gobierno de la Generalidad. Homs llegó a decir, entre otras perlas, que “lo que ha pasado no podía no tener consecuencias”. Ironías de la vida. Ah, y la sentencia la firmaba un tal Manuel Marchena.