“La prueba evidente de que las personas transexuales no son errores de la naturaleza, ni de que viven en cuerpos equivocados, son hijas e hijos de la diversidad, de la propia naturaleza, que es capaz de parir mujeres tan irrepetibles.” Petróleo, Salvaora, Silvia, Candela, Mar, Blanca, Soraya, María José, Manolita o Trinidad. Son los casos de estas mujeres que el periodista Raúl Solís ha expuesto en el libro “La doble transición” (Libros.com). Todas ellas comparten un nexo de unión: “tienen más de 70 años y tuvieron que dejar el entorno familiar y la escuela, no las dejaron vivir y fueron repudiadas”. Sus casos son duros, pero también loables. Muestran el orgullo por mantener una identidad y no dejarse llevar por las imposiciones del franquismo. Su mejor discurso ha sido su propia vida, vivida intensamente por y para la causa de la igualdad.
La gran mayoría de las transexuales fueron condenadas a ser prostituidas o al mundo del espectáculo, como dices en el libro, deseadas de noche y odiadas de día.
Casi todas tuvieron que buscarse la vida para sobrevivir a través de la prostitución y el espectáculo en los clubes y calles. El analfabetismo impuesto y la prohibición de acceso a trabajos normalizados les abocaba a una vida ligada a la prostitución o al espectáculo.
Por ejemplo, Silvia Reyes pudo haber sido un médico de éxito pero le quisieron obligar, para optar a una beca de acceso a la universidad, a dejarse barba y vestirse como un hombre, cosa que no estaba dispuesta a hacer porque suponía renunciar a su dignidad y a su sexo sentido, algo que se repitió cuando intentó buscar diferentes trabajos. Igualmente, a Myriam Amaya le hubiera gustado trabajar de cocinera pero no le dieron otra oportunidad que trabajar como prostituta o en el mundo del espectáculo. Manolita Saborido, tras alternar con diferentes trabajos precarios pasó a una exitosa carrera artística que le llevaría por toda España y diferente países, así como empresaria de locales de ocio. María José Navarro pasó por diferentes trabajos esporádicos antes de comenzar a imitar a Isabel Pantoja.
Por su parte, las gaditanas “La Petróleo” y “La Salvaora” se integraron en un cuadro flamenco, las Folclóricas Gaditanas, con el que se convirtieron en estrellas de la copla, actuando también por tierras extremeñas. Fruto del cariño que se les tiene en Cádiz se les homenajeó y dignificó en un pleno extraordinario convocado por el actual alcalde de Cádiz. Una de las excepciones fue Mar Cambrollé, que comenzó con un puesto ambulante de artesanía y siguió de manera exitosa como empresaria en un local, aunque trabajó durante un breve periodo de tiempo como prostituta.
El punto álgido de la represión llegó con las numerosas detenciones y estancias en prisión por su mera condición y forma de ser.
La represión llegaba hasta los aspectos más cotidianos. Así, por ejemplo, Silvia Reyes estuvo recluida en la tristemente conocida cárcel de Badajoz y de detenciones en comisaría no recuerda, pero afirma que fueron más de 50, simplemente por su forma de vestir, andar o comportarse, amparado, primeramente, bajo el delito de peligrosidad social y, después, por el de escándalo público, que no fue eliminado del Código Penal hasta el año 1988. María J. Navarro fue trasladada a comisaría con tan solo 12 años al ser vista con un chico con el que había tenido un escarceo en el parque. Soraya González recibió una buena paliza de su padre a la edad de los 13 años, la misma edad a la que empezó a ser detenida y llevada a la comisaría que había en Triana.
Afirma que en un mismo día le detuvieron hasta 14 veces. Porque otro de los aspectos más duros que tuvieron que soportan las personas trans fue el rechazo, e incluso palizas, de su familiares más cercanos. Una honrosa y aleccionadora excepción fue la de Myriam Amaya, la pequeña de los Amaya, que demostraría la tolerancia y comprensión de una familia gitana y humilde hacia su hija trans.
Nacer siendo una mujer en el cuerpo de un hombre les suponía no tener un armario en el que esconderse; tenían un escaparate.
Las personas trans fueron las pioneras de la lucha por la libertad afectivo-sexual, las que estuvieron al frente de las movilizaciones el 28 de junio de 1969 en Stonwell o en la cabecera de la primera manifestación del Orgullo que tuvo lugar en España, la celebrada en Barcelona en 1977, dando la cara en una época en la que ello conllevaba duras consecuencias. Incluso, como cuenta una de las protagonistas del libro, Silvia Reyes, la primera manifestación del Orgullo no fue la del año 77 sino la de 1976, también en Barcelona, y que estuvo protagonizada exclusivamente por mujeres transexuales, aunque dicha fecha haya sido en gran parte olvidada por el relato oficial.
Las grandes castigadas de la dictadura y, sin embargo, las grandes olvidadas también de la democracia.
Quedaron invisibilizadas por los hombres gays. Han sido borradas y olvidadas por la historia básicamente porque son pobres y no sirven de reclamo para las grandes marcas comerciales, y porque su condición de mujer las convertía en unas traidoras de las reglas patriarcales. No podemos perder esta mirada de clase en la lucha LGTBI. De las letras LGTBI ellas no son una letra más, son las protagonistas. Sin la ‘T’ no se puede entender el movimiento. Son las pioneras, las que se llevaron todas las palizas.
Después, con la mercantilización del orgullo, han pasado a ser olvidadas. El olvido de aquella primera manifestación que lideró un puñado de mujeres transexuales en 1976, la gran mayoría de ellas se organizaron en el barrio chino hartas de la persecución policial, es la metáfora perfecta de lo que el relato gaicéntrico del movimiento LGTBI ha hecho con las primeras valientes, transexuales todas, que dieron la cara sin miedo a que se la partieran y que han hecho de sus vidas vitrinas de visibilidad y atrevimiento.
¿Para las mujeres transexuales la democracia lleva 30 años de retraso?
En la sociedad postfranquista, llena de clasicismo y herencia militar, estas mujeres se vieron obligadas a hacer el servicio militar aunque fueran maquilladas, a vivir bajo la persecución de leyes como la de Vagos y Maleantes y la posterior Ley de Peligrosidad Social. Detenidas a diario y oprimidas en su libertad. Desde que se reinstaura la democracia en el 78, hasta que empiezan a tener sus primeros derechos, pasan 30 años. La ley de Amnistía que saca a los presos políticos de las cárceles no fue hasta el 79 y la ley de Peligrosidad Social, que les afectaba directamente, no se deroga hasta el 96. De hecho la primera ley que contempla derechos específicos de las personas transexuales no se aprueba hasta el año 2007.
A pesar de las dificultades, no quiere recordarlas como personas vencidas por los malos tiempos.
Es una historia alegre con sus dificultades. Se rieron del propio Franco burlando sus normas y de los tratados religiosos y morales que les impedían ser los que fueron. La burla fue su truco para no morir de tristeza en un país que las rechazaba, que les negaba el derecho a la educación, que se han tenido que prostituir para vivir. El humor es un denominador común en todas las historias que relato, ya que es una manera de exteriorizar aquello que les ha hecho mucho daño sin mostrar las cicatrices. Al mismo tiempo que es una manera de reírse de la doble moral que ha imperado en este país.
Cárcel, abandono familiar y trabajo precario hasta ahora.
La mayoría tiene necesidades materiales, muchas viven en exclusión social. Las personas trans, como se refleja en algunas de las protagonistas del libro, tienen que sobrevivir con una pensión no contributiva en pleno siglo XXI. Por otra parte, desde muy jóvenes comenzaron a tomar hormonas, se autohormonaban, de manera clandestina con el grave riesgo para la salud que ello suponía. Silvia cobra 380 euros de pensión con un piso de cuarenta metros cuadrados en el Eixample de Barcelona. La Petróleo en Cádiz le pasa exactamente igual y Mar como icono transexual en Andalucía ha podido como autodidacta buscar nuevos caminos pero no resulta nada fácil. Estas mujeres son pobres. Tampoco cuentan con el apoyo de familiares para salir adelante.
Hasta el año 2009 los homosexuales y las transexuales encarcelados por el franquismo no comenzaron a recibir indemnizaciones del Estado.
El Estado tiene la obligación moral, política y ética de ayudarlas por el apartheid laboral que sufrieron, con una pensión o una indemnización. Les negaron el mundo de la educación, el mundo del trabajo, el afecto familiar por vivir en una identidad equivocada.