Seguramente el hecho de que varias víctimas, ya de mayores, se hayan atrevido a denunciar y hacer públicos los abusos que sufrieron muchos años antes, está motivando a otros a hacer lo mismo. No sabemos -ni seguramente sabremos del cierto- el alcance real del problema, pero todo hace suponer que lo que está ahora aflorando es sólo la parte visible de un iceberg muy grande.

Esta suposición proviene de la variedad de los casos que aparecen: afectan a las principales órdenes religiosas; y señalan, con nombres y apellidos, a personas de diversos estratos de la escala clerical (monjes, curas, obispos, cardenales). Es decir, todo hace suponer que no se trata, ni mucho menos, de casos puntuales sólo localizados en espacios y momentos muy concretos, sino de un problema general de alcance considerable. Y, al parecer, de un problema muy conocido en el interior de las instituciones religiosas, pero que hasta ahora ellas mismas se han preocupado más de pretender que no existía y esconderlo de cara al exterior, que de afrontarlo decididamente.

Por decirlo de otra manera, parece que el propósito de las mismas instituciones y de la jerarquía eclesiástica no era plantearse seriamente cómo impedir y prevenir los abusos, sino evitar que salieran a la luz pública.

Por lo visto, esta voluntad de encubrimiento ha tenido éxito durante muchos años. Pero ahora ya, con la acumulación de casos que afloran, la jerarquía eclesiástica comienza a reaccionar: de un modo u otro, parece que va reconociendo la gravedad del problema, piden públicamente perdón a las víctimas, dicen que ya no persistirán en la política de mirar hacia otro lugar y prometen que se adoptarán medidas para evitar que los abusos sexuales sigan produciéndose.

Seguro que, si todo ello sale adelante, se atenuará el problema; lo que no es tan seguro es que se resuelva bastante aceptablemente. Digo esto por el hecho de que, por parte de la misma jerarquía de la Iglesia católica, casi nunca se mencionan dos factores indudablemente asociados al origen del problema.

Sorprende mucho que estos factores que mencionaremos sólo aparezcan de forma muy limitada en el análisis de la cuestión y en el debate sobre sus causas y remedios: es posible que los expertos y la prensa no los mencionen por demasiado obvios; y que la Iglesia no lo haga porque de ninguna manera le interesa que formen parte del debate. El primero es el de los extraordinarios privilegios de los que goza la Iglesia católica en relación a la educación.

La gran mayoría de casos de abusos sexuales a menores que se van conociendo han tenido lugar en contextos educativos o muy próximos (centros escolares confesionales, catequesis, escolanías, actividades de ocio educativo…). Es obvio que los abusos serían mucho más esporádicos si el clero no tuviera tantos menores tan cerca, y con los que puede establecer una relación de poder que, por definición, siempre será asimétrica.

Si no fuera por esta proximidad, intensa y continuada, la pulsión sexual insatisfecha de estas personas probablemente se manifestaría de forma diferente y se dirigiría hacia otros colectivos.

El otro factor directamente asociado al problema del acabamos de mencionar: el celibato obligatorio (y voto de castidad) de monjes y curas. ¿Se puede tener alguna duda razonable de que si los clérigos pudieran desarrollar una vida sexual como la del resto de la gente, el problema de los abusos a menores se reduciría de forma casi automática? Si acaso, el porcentaje de pederastia y abusos a menores en el clero católico sería, probablemente, similar al que debe haber entre ingenieros de puentes y caminos, aficionados a la numismática o socios del Barça.

Para hacer un símil más exacto, el tanto por ciento de clérigos que abusan sexualmente de menores sería muy parecido al de seglares dedicados a la enseñanza que hacen lo mismo. También los hay, pero sin duda en proporciones significativamente más limitadas.

Además, de todas las medidas que suelen proponerse para evitar y prevenir los abusos (dejar de encubrir a los culpables, alejarlos de las situaciones en que puedan seguir abusando, facilitar las denuncias por parte de las víctimas, establecer y hacer cumplir las sanciones y castigos pertinentes…), últimamente también se habla de acciones educativas específicas dirigidas a los menores.

Se habla, sobre todo, de la necesidad de formarlos para que aprendan a protegerse de los abusos. Esto estaría muy bien; pero no deja de ser paradójico que sea necesario educar a los niños para que aprendan a protegerse de ciertos educadores. Y otra paradoja o problema añadido: ¿cómo garantizar que, entre el profesorado que impartiría esta formación, no se pudieran colar los mismos (reales o potenciales) abusadores?

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