Hace unos días se levantó una gran polvareda tras la publicación de varios artículos sobre la decisión de una escuela de Barcelona de retirar los cuentos tradicionales de su biblioteca, por ser considerados sexistas. El mensaje me llegó por numerosas vías, y algunos de los titulares que leí hacían estremecer. Aprovechando la ocasión, otras voces con proyección pública también se hicieron sentir en relación con este asunto en diversos medios tales como periódicos y radios, opinando encarnizadamente sobre la decisión de la escuela y también sobre los cuentos tradicionales.
Quién me conoce, sabe que soy una admiradora los relatos tradicionales. Son una forma simbólica y tangible de expresar nuestra historia como seres humanos. A mí no me transportan a los estereotipos, sino a los arquetipos que tenemos incorporados dentro de nuestro inconsciente individual y colectivo. Se convierten, precisamente por eso, en escenarios de fantasía ideales para que el niño pueda proyectar todas las emociones que pulsan en su interior, y que difícilmente pueden ser expresadas en algunos contextos. Por supuesto contienen escenas duras, crueles y a menudo consideradas poco adecuadas para los niños, porque lo que tenemos dentro (y hemos tenido a lo largo de nuestra historia como humanos) también es así. Son tesoros milenarios de nuestra tradición oral, y de nuestra historia humana.
También soy maestra, educadora, y legible. Me gusta la buena literatura, a cualquier edad. No defiendo los clásicos a cualquier precio, por encima de la calidad literaria o del tipo de adaptación. Todo el mundo se ha atrevido a hacer versiones de los cuentos tradicionales, a veces con criterios comerciales y excesivamente didácticos que dejan de lado la fuerza de las versiones antiguas o la calidad literaria de la obra. He visto muchas versiones “adaptadas” que se parecen más a un catálogo de princesas Disney que a un cuento tradicional. Por lo tanto, también estaría a favor de eliminar de la biblioteca de infantil estas adaptaciones comerciales que no responden a criterios cualitativos, sino a voluntades mercantilistas que contienen estereotipos que hay que combatir.
Estirando hilos respecto a este asunto, llegué a una comunicación que hizo la escuela en cuestión a raíz del trabajo de selección que habían hecho en la biblioteca. Como sospechaba, lo que decían los grandes titulares y lo que decía la escuela sobre este hecho no era exactamente lo mismo. Según informaba la escuela, no se habían censurado historias como Caperucita o Sant Jordi, sino que se había pospuesto su lectura en primaria, para que los niños pudieran hacer una lectura un poco más crítica desde la perspectiva de género. En este punto, yo discreparía de esta decisión, no leería los clásicos en clave sexista y sí -sin duda- los usaría en Infantil, especialmente las versiones de Grimm.
Ahora bien, valoro enormemente -y comparto- la idea de una educación decididamente feminista, que implique cuidar el tipo de literatura que consumimos, que haga conocer las voces de escritoras que también han enriquecido nuestro mundo, que fomente la lectura crítica y que sea capaz de poner en duda cualquier cosa que nos venga dada como a verdad, en los libros y en la vida. Aplaudo la valentía de la escuela en querer educar niños con espíritu libre y crítico, capaces de saber leer entre líneas y descodificar intenciones en algunos textos. Muy probablemente, serán niños que mantendrán cierta avidez en buscar las fuentes originales, y que se sentirán con derecho de mostrar discrepancia con argumentos de peso, y no sólo desde la crítica reactiva.En este sentido, creo que tenemos una lección importantísima a aprender : no creernos siempre los titulares, profundizar en la fiabilidad de la información. Hemos asumido algunos argumentos -unos cuantos de ellos, muy sensacionalistas- como verdades, y nos hemos cebado con una escuela que quiere educar niños que hagan precisamente lo contrario. No me parece que el debate sea “clásicos sí o clásicos no”, sino con qué conocimiento real de los hechos nos ponemos en ciertos debates.
Y todavía otro reto: de qué manera, desde la divergencia de opiniones, actuamos conjuntamente y nos asociamos como agentes educativos con el fin de ofrecer las mejores oportunidades a los niños. En realidad, no me parece tan importante si una escuela ofrece los cuentos tradicionales algo más tarde, tengo plena confianza en que los niños les acaban conociendo más tarde o más temprano (si han sobrevivido a guerras y catástrofes, pueden sobrevivir a un año escolar); lo que me parece grave es que a menudo no podamos ver más allá del sensacionalismo de algunos titulares, y que juzgamos decisiones tomadas con una intención que todos y todas compartimos: que nuestros niños construyan un modo de pensar crítica, y sean, por tanto, más libres en esta sociedad de la opulencia informativa y del pensamiento patriarcal. Con este objetivo en mente, y tal vez de una manera distinta, yo habría hecho lo mismo: trabajar para que un niño se sienta el héroe o la heroína protagonista de su propia historia, y sea capaz de vencer los verdaderos peligros del mundo.


