La victoria de Esquerra Republicana en las elecciones del domingo constituye la puntilla definitiva de Junqueras (digamos casi definitiva, para no pillarnos los dedos) a las pretensiones políticas de Carles Puigdemont. No sólo porqué Esquerra dobló en votos a Junts per Catalunya, que quedó en cuarto lugar, casi empatada (en votos) con Ciudadanos. Esta victoria no se mide sólo en escaños sino en discurso político, en estrategia y en perspectivas de futuro. Vista municipio por municipio, es aún más abrumadora, y desautoriza las pretensiones de los seguidores del ex presidente de hacer de las municipales una segunda vuelta con aires de revancha.
La fecha del 28-A marcará un antes y un después en la larga batalla por la hegemonía en el seno del nacionalismo (ahora independentismo) catalán. En la retransmisión de la noche electoral hubo un momento estelar cuando TV3 conectó con Waterloo para cubrir las declaraciones de Puigdemont y desconectó bruscamente, a los dos minutos, cuando éste felicitaba el Front Republicà por sus resultados. Primero pensé que había algún problema con el satélite, pero luego comprendí el valor simbólico del gesto de los conductores del programa.
Por supuesto, sería un error dar por finiquitado al presidente exiliado que es un político coriáceo, pero para él ya nada será como antes del 28 de abril. Y no sólo por los resultados, sino por la fotografía de la sociedad española que emerge de estas elecciones, contraria a la que se ha empeñado en pintar, cómo la de una Turquía del sud de Europa. La foto del parlamento que se constituirá el día 25 casará menos que antes con la estrategia del cuanto peor mejor que ha practicado una parte del independentismo y dará aire al discurso pactista formulado por Junqueras desde Soto del Real. Luego el tiempo, las decisiones judiciales y las que tome Pedro Sánchez dirán si todo fue un espejismo de primavera o si hay mejores condiciones para abordar el mal llamado conflicto catalán desde la política.


