La denuncia social en las películas del británico Ken Loach, y su guionista Paul Laverty que escribe desde Madrid, siempre es pertinente. Así ganó su segunda Palma de Oro hace tres años con Yo, Daniel Blake. También cuando trata de la agitada historia del Reino Unido e Irlanda con el que ganó la primera con El viento que agita la cebada en 2006. El actual Sorry we missed you es como una derivación de Yo, Daniel Blake. Aquella criticaba los recortes en la protección social pública, que deja abandonadas personas desvalidas sólo por la lógica de la rentabilidad. Esta se focaliza en la uberización de la economía, a partir de las nuevas tecnologías y el nuevo capitalismo de internet, que consigue cargarse las conquistas laborales de los trabajadores durante el último siglo.
Para explicarlo, Loach se vale de una familia de Newscatle donde el padre decide ponerse a trabajar para una empresa de distribución de paquetes que la gente encarga (para entendernos, lo más parecido a Amazon). El espíritu de libertad e iniciativa que le vende el responsable de la empresa se acaba convirtiendo en una pesadilla para el padre de familia, su mujer que trabaja de asistente social y sus dos hijos menores. No se puede poner enfermo, no tiene vacaciones y, cuando le surge un imprevisto, debe pagar una multa si no encuentra un sustituto.
El protagonista trabaja catorce horas seis días a la semana y, además, debe devolver el crédito de la furgoneta. En algún momento, esta historia de un hecho real en la vida de cada vez más gente arranca los aplausos del público. Pero a Loach, que tiene el mérito y coraje de seguir haciendo películas a sus casi 83 años, se le echa en falta aquella frescura de los personajes que respiraban y reían en un tono mucho más documental que ahora. Este determinismo cinematográfico es lo que le resta la fuerza de no caer simplemente en arquetipos y situaciones mecánicas.
El objetivo de Mati Diop, que se lanza a su primer largometraje después de haber realizado cortos y medios y haber explorado ya sus orígenes africanos, es hacer visibles aquellos jóvenes que emigran de las costas de Senegal hacia España y, en el camino, encuentran la muerte. Nosotros, publicamos un breve en los periódicos. Y, para darle una dimensión más trascendente, Diop utiliza la metáfora del mar que los engulle pero que luego los devuelve como zombis a Dakar. Allí, reproduciendo la lógica de explotación del primer mundo, los poderosos, de acuerdo con los funcionarios locales, construyen torres y dejan de pagar a sus trabajadores. El círculo se cierra de esta manera y el film, que retrata esta juventud africana en mutación, osa compaginar su sentido social con lo onírico. Aquí es donde, al final, personajes e historias terminan confundidos y se pierde la energía del principio. Pero le recomendaríamos la película al candidato al ayuntamiento de Barcelona Manuel Valls cada vez que utiliza de forma tan oportunista los manteros en su campaña.
Otra aproximación a un mundo que se deshumaniza es el de Jessica Hausner, que ya acumula cinco películas y un estilo bastante personal. La anterior, Amour, fue sobre el suicidio del poeta germano Heinrich von Kleist. Dejó buenos recuerdos hace cinco años en la sección paralela Un Certain Regard. En Little Joe, se inspira en Un mundo feliz de Aldous Huxley para recrear una sociedad que deposita en los avances biotecnológicos toda su fe, hasta que sus propias creaciones acaban dominando la voluntad. Este Londres entre retro y futurista, y donde la consigna es ser feliz a cualquier precio y que parece reproducirse ahora mismo, da aún más miedo que la lucha diaria para sobrevivir. Porque en ella estamos todos anulados. Y la forma como lo filma Hausner, con sobriedad y minimalismo, causa escalofríos con música adecuada incluida.

Kantemir Bagalov y Patricio Guzmán
En Un Certain Regard, que nos será imposible seguir en su integridad, hemos visto una gran película que bien habría podido estar en la competición principal. A Beanpole (larguirucha), segundo filme del joven ruso de treinta años Kantemir Bagalov, utiliza el Leningrado de 1945, recién terminada la guerra, y dos personajes centrales femeninos para construir una historia que tiene muchas lecturas en la Rusia actual. Se revela, de entrada, la prostitución a la que se sometía a las mujeres, pero sobre todo, el trauma de unos conflictos bélicos que no cesan, con una lucha de clases y una homofobia latentes aunque se viva en régimen comunista o se reivindique la herencia. En su primer largometraje, Demasiado búsqueda (Tesnota), la acción estaba centrada en el Cáucaso Norte y confrontaba familias judías y musulmanas. El director continúa aquí filmando cerca del rostro de los actores, en buena parte de noche y recorriendo su evolución de forma claustrofóbica pero con una gran belleza.
No podemos decir lo mismo de la película de apertura de Un Certain Regard, de la quebequense Monia Chokri, La femme de mon frère. Actriz desde los inicios de Xavier Dolan, quien estaba en la sala, saca todos los tics de estos y no conserva ninguna de las virtudes. En cambio, fuera de competición, el chileno Patricio Guzmán continúa con sus documentales, extrayendo poesía a pesar de continuar refiriéndose al golpe de Estado de Pinochet en 1973. En esta ocasión, con La cordillera de los sueños. A partir de los Andes como mirador de la historia del país, reúne escultores, vulcanólogos, escritores y fotoperiodistas para hablar de la dictadura, que se terminó pero dejó el legado neoliberal.
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