Visto para sentencia. Cuatro meses y cincuenta y una sesiones después, el juicio contra los líderes independentistas afronta la hora de la verdad. O, al menos, así debería ser. Porque el Tribunal Supremo tiene la obligación de establecer la ‘verdad judicial’. Una vez escuchadas todas las partes, los magistrados deben deliberar y escribir su propio relato de los hechos. Deben hacerlo a partir del sentido de justicia, que no es otro que ser fieles a la realidad, con total independencia respecto a los otros poderes del Estado. Con independencia, también, de su propia ideología o creencias personales.
Las civilizaciones se basan en la confianza en la Justicia. Siempre es así, pero de forma muy especial cuando el Tribunal afronta un juicio derivado de un conflicto político. Cada parte tiene su ‘verdad’. Son los magistrados quienes deben dar o quitar razones a partir de su supuesta neutralidad. Son los que deben establecer los hechos probados, Y decir si vulneran o no la ley.
En el caso del Procés, los hechos pueden tener una calificación jurídica, pero, sobre todo, tienen una interpretación política. Y eso significa que la sentencia que dicte el Tribunal Supremo tendrá una enorme trascendencia tanto en el ámbito de la justicia como en el marco político. Está en juego la confianza en la justicia y, también, la esperanza de construir una pista para que el conflicto aterrice en la política, de donde no debía haber despegado nunca.
Después de haber vivido, con más o menos intensidad, los hechos del otoño de 2017. Después de haber escuchado a los líderes encarcelados, a cientos de testigos, a los fiscales y a las defensas, cada ciudadano, posiblemente, ya tiene escrito su veredicto. Y me atrevería a decir que en muchos casos ya estaba redactado incluso antes de aquellos convulsos meses de septiembre y octubre. Porque, en el fondo, nuestra mirada parte de si damos o no legitimidad al proyecto político que emprendió las acciones juzgadas ahora por el Supremo. Nuestro veredicto parte de profundas convicciones e, incluso, está condicionado por una fuerte carga emocional.
Todo lo contrario de lo que debemos exigir, por ejemplo, a los procedimientos legales. A pesar de este principio, las conclusiones de la fiscalía y de la acusación también parecían escritas antes del juicio. Los atestados de la Guardia Civil y la Policía Nacional, la instrucción del juez Pablo Llarena y las acusaciones políticas y mediáticas construyeron el relato de la rebelión y este es el que, intacto, ha llegado a las conclusiones finales.
La Defensa ha trabajado mucho más y sus conclusiones son el resultado de exprimir las numerosas contradicciones que han surgido a lo largo del juicio. Los abogados defensores se han basado en criterios jurídicos y políticos para admitir, con más o menos matices, que estamos ante un caso de desobediencia, pero nunca de rebelión o sedición, delitos que implican una violencia que no existió. La solvencia de estos argumentos, y la determinación de los acusados en sus alegatos finales, hace aún más sangrante la larga prisión preventiva que sufren. Y hace más urgente que los presos recuperen ya la libertad.
Pero volvamos a la reflexión inicial. ¿Cuál será la ‘verdad judicial’? Tendremos que esperar a la sentencia, que se convertirá, como decíamos, en una prueba de fuego para la confianza en la Justicia. Mientras tanto, podemos hacer memoria de lo que vivimos en el otoño de 2017 y de lo que hemos oído durante el juicio. Que cada uno elija lo que más le convenza porque los ciudadanos no estamos sometidos al deber de la ecuanimidad que tienen los magistrados.
Podemos elegir, por ejemplo, la intervención final del abogado Xavier Melero, posiblemente el defensor más eficaz a la hora de desmontar el relato de la fiscalía. Los acusados, argumenta, desobedecieron “sistemáticamente” las leyes que habían impulsado para que no tuvieran ninguna validez legal. Es decir, los hechos indican que el Govern renunció voluntariamente a cualquiera de los mecanismos de independencia. Del mismo modo que, después, la Generalitat acató la intervención que representaba el artículo 155. No hubo rebelión, ni sedición… pero el juicio nos deja una pregunta que la sentencia no resolverá: ¿cómo es que hemos llegado hasta aquí? Que cada uno busque su respuesta.


