Fue el posible relator. Sanchez, Urkullu e Iglesias barajaron su nombre en el tablero del conflicto catalán. El filósofo y ensayista vasco Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) afirma con cierta ironía que, desde que lo sabe, duerme menos tranquilo. Lo sea o no en un futuro, no vislumbra un diálogo entre ambas partes a corto plazo. Pero a Innerarity, nacionalista confeso, no solo le preocupa la falta de política ni la crispación, sino Europa, el viejo continente amenazado por la extrema derecha y los populismos. Catedrático de filosofía política y social en la Universidad del País Vasco, fue Premio Nacional de Ensayo (2003) y Premio Espasa de Ensayo (2004), entre otros reconocimientos.
Le preocupa Europa. En una conferencia en el Palau Macaya de La Caixa, habló del rol de Europa en el mundo globalizado ¿Cómo comprender ese papel?
Como un modelo, un ensayo de cómo debería ser la gobernanza global en el mundo. Cuando hablamos del papel de Europa, deberíamos entenderlo como un experimento sobre cómo organizar la convivencia. En ella concurren culturas políticas y niveles de gobierno muy heterogéneos, sistemas económicos distintos, culturas y lenguas variadas. En pocos lugares se da, en un espacio tan pequeño, tal intensidad de agentes, principios, valores y niveles interactuando. Y eso permite comprenderla como un experimento para la gobernanza global.
Viendo el ascenso de la ultraderecha, ¿Europa es un ideal democrático o más bien la constatación de un fracaso?
Prefiero verlo como un espacio donde la dificultad de gobernar resulta especialmente intensa, dada la enorme interdependencia existente. Lo que sucede en Europa de manera tan potente, en otros sitios sucede de forma mucho más relajada. Y nuestras acciones, claro está, tienen repercusión, a veces muy grave, en los demás.
Esa repercusión, ¿plantea un desafío y una exigencia a la sociedad contemporánea?
Sí, sin ninguna duda. Europa es un buen lugar para la gran transformación que está recibiendo la democracia contemporánea.
¿Cuál es esa transformación?
Estamos pasando de unos estados autárquicos y autosuficientes con soberanías y fronteras más o menos delimitadas, a unos espacios donde tenemos conectividad, complejidad, reverberación, contagio, crisis de encadenamientos. Pero no hemos aprendido a gobernar esa transformación. Y si no se aprende en Europa, será difícil que se logre en otro sitio.
Algunos autores señalan que las democracias evolucionan hacia el autoritarismo postdemocrático. ¿Los ciudadanos son conscientes de la fragilidad de la democracia?
A ver, todavía sigue vigente el prejuicio de que vivimos en sociedades articuladas por la vieja idea de progreso en la que las conquistas no permiten ningún retroceso. Es decir, que lo adquirido ya es para siempre. Pero hoy constatamos que en la historia hay progreso y retroceso. Por eso, la democracia es una conquista frágil que debe ser alimentada cada día.
Cuando habla de esa idea vieja de progreso, ¿quiere decir que Europa se ha construido desde un modelo muy mecanicista?
Sí, un modelo rígido. Por ejemplo, pensar en un eje conservador/progresista que permite etiquetar todas las sociedades políticas. Sin embargo, esto se está contradiciendo con ciertas realidades del mundo contemporáneo.
Póngame otro ejemplo, por favor.
El Brexit. Demuestra algo que no habían contemplado ni los tratados ni la propia configuración del euro: que hay reversión y que además, resulta posible. Otro ejemplo: los derechos que pensábamos incuestionables y que, sin embargo, hoy comienzan a revertirse.
Parece que las categorías para interpretar lo que sucede se tornan caducas.
Sí. Están sucediendo muchas cosas que no somos capaces de inscribir en un esquema que las dote de inteligibilidad. La mayoría de las categorías pensadas para la organización democrática (territorios, soberanía, democracia, poder, etcétera) se crearon hace 300 años, cuando las sociedades eran relativamente simples, autosuficientes y homogéneas. Y las sociedades han cambiado muchísimo. Sin embargo, perpetuamos la ficción de que esto no ha cambiado.
¿Y entonces?
Si no hacemos más complejos nuestros instrumentos de análisis de la realidad y de organización de la vida política, terminaremos capitulando a la complejidad, que es una de las grandes tentaciones de la política hoy día. En estos momentos tenemos que conservar ciertos vínculos e instituciones. Y no me considero conservador.
Pero estamos inmersos en una profunda crisis de la democracia representativa. Existe una desconfianza hacia las instituciones.
Las conquistas democráticas no están acechadas solo por personajes siniestros de extrema derecha, o por los viejos revolucionarios conocidos hasta ahora, sino también por el descuido del vínculo común, por lo que nos vincula a los otros. Una carrera por el propio interés que nos ciega ante lo que hemos de proteger para hacer la vida en común.
En su libro Comprender la democracia habla de desarrollar -y cito- “disposiciones de tipo emocional”. Una de ellas es el diálogo.
Sí. El gran motor del mundo contemporáneo está siendo el miedo, tanto en su versión conservadora como progresista. Una, teme la pérdida de la diversidad. Y la otra, la destrucción del mundo laboral. Son miedos que configuran emociones muy destructivas y reactivas. Y que además buscan la solución donde no está: en el marco de los estados nacionales.
Ante esa sensación de desprotección, desamparo y miedo, ¿dónde hallar posibles soluciones?
Con el diálogo y la apertura a la hibridación. Frente al miedo habría que desarrollar una conciencia más sofisticada, porque nuestra seguridad, protección e interés solo se defiende con operaciones que construyan lo común, pero no cerrándonos ni buscando el propio interés, y mucho menos construyendo muros y fronteras.
La relación Catalunya-España refleja esa incapacidad por dotar de inteligibilidad una realidad. Lo señaló también Josep Maria Vallés, cuando escribe que predomina en ambos discursos la vieja ecuación “todo estado solo puede incluir una nación, y toda nación necesita un estado”. ¿Seguimos sin superar esa fórmula? ¿Están fallando los dispositivos emocionales que nombra en su libro?
Totalmente. Instaladas en tierra de nadie, ambas partes del conflicto han pensado que se podía arreglar con el desistimiento del contrario, o con la imposición. Y no hemos sido capaces de desarrollar una lógica política que tratara este asunto con criterios políticos, en vez de judiciales. Hay una cierta patologización del adversario con la que tratamos de explicar cosas que deberían explicarse desde la cordura política. Si bien es verdad, se han ido desarrollando unas reacciones en cadena que no nos están llevando a ningún sitio productivo.
Se echó de menos política de alto vuelo ante la pasividad e inapetencias de Rajoy
Por ejemplo. También explicar las reivindicaciones catalanas fuera de toda lógica política, sin darle un cauce político, como si de un golpe de estado se tratara. No hay que pensar que fuera de Catalunya no hay más que incomprensión por lo que Catalunya está demandando, porque somos muchos los que pensamos que la clave es plurinacional. No solo los grupos nacionalistas periféricos, sino también Podemos y buena parte de los socialistas.
Resulta difícil mirarnos y reconocernos. Tendemos a pensar al otro como alguien muy homogéneo.
Sí. Y cuando analizamos un poco vemos que, si en Catalunya hay unas diferencias muy profundas sobre qué hay que hacer con nosotros mismos, en España también las hay. Fuera de Catalunya también estamos muy divididos sobre cómo gestionar este problema
La confrontación existe incluso dentro del mismo consenso catalanista. También, dentro del independentismo, con la rivalidad ERC y JxCat. ¿Cuesta el reconocimiento del otro incluso dentro de un mismo marco?
Sí. La calidad de una democracia se mide por el trato que ofrece a las minorías. Y esto vale tanto para la democracia en Catalunya como en España. Hay que diseñar las instituciones y los procedimientos políticos pensando en que uno podrá estar un día en minoría. Cuando se apela a la resolución por los cauces establecidos, se desconoce que tenemos unos procedimientos políticos que no articulan bien los espacios de heterogeneidad, y que predeterminan que la solución será de tipo mayoritario.
¿Se trataría de pensar cómo incorporar las minorías a los procesos de decisión?
Sí, sin tratarla con una lógica de imposición o subordinación. Ese es el gran desafío que tenemos. España se define a sí misma como un territorio en el que hay igualdad y heterogeneidad. Si no fuera así, no existiría el estado autonómico ni esa distinción entre región y nacionalidades. Catalunya y Euskadi son dos grandes excepciones a todo el combate político. Y donde casualmente no hay extrema derecha.
Sabe que algunos dirán que hay extrema izquierda.
Catalunya no ha tenido una experiencia tan traumática como Euskadi por el terrorismo. Y en Euskadi desapareció hace ya bastante años. Además, el mapa político es bastante continuista. Por ejemplo, se pensó que la desaparición del terrorismo alteraría las condiciones de voto, ya que se pensaba que habría gente que se expresaría con más libertad. Pero su desaparición no ha modificado el mapa político sustancialmente, con lo cual el terrorismo como fenómeno de explicación de las actuales mayorías es muy poco pertinente.
Lo que parece evidente es que España necesita una reforma constitucional.
Sí, por pura política comparada. Desde el 78 se han realizado muchas reformas constitucionales en los países de Europa. Y en España hay una excesiva intervención interpretadora de la constitución por parte del Tribunal Constitucional. Además, debemos estar dispuestos a que esa reforma constitucional no nos diera necesariamente la razón. Forma parte del aprendizaje democrático la disposición a abrir el melón constitucional.
¿Insinúa que asusta plantear esa reforma ante la incertidumbre del resultado?
Es que hay gente que no quiere plantearla porque piensa que acabará con la monarquía. Otros piensan que creará procesos de mayor centralización, cuestionamiento de ciertos niveles competenciales. Habría que estar en una democracia con una verdadera cultura política y asumir el riesgo de la apertura a procesos donde los finales estén abiertos.
Y entorno a esos finales abiertos, ¿configurar nuevos pactos?
Sí. Porque si los pactos que crean comunidades políticas y entramados institucionales no se renuevan con el tiempo, terminan teniendo lugar procesos de rigidez y ruptura. Y que haya gente que se sienta decepcionada por el desarrollo de la política en el ámbito territorial es una buena prueba de ello.
Pero, ¿cómo se entiende la reforma constitucional si no se comprende como marco común que articula las diferencias?
Lo que pasa es que hay gente que piensa la reforma constitucional dentro de los cauces establecidos. Y cuando se dice esto se piensa fundamentalmente en la legalidad vigente. Se olvidan cosas importantes como los valores democráticos, o el principio de libre disposición sobre el destino y adhesión a los proyectos comunes, por ejemplo. Es un poco tramposa la apelación a los marcos de legalidad, cuando se establece que son marcos que no pueden revisarse.
Hay reglas no escritas en una democracia.
Y otras que sí lo están. Que la unidad del estado es incuestionable, o que no se puede hacer un referéndum sobre la monarquía. En una sociedad democrática deberíamos estar dispuestos a asumir esos riesgos.
¿Asumirlos y tratar de gestionar su complejidad?
Sí, porque si no, nos encontraremos personas que no compartirán un mismo demos. Hay personas que consideran que su demos es España y otros, que es Catalunya. Entonces, el marco de una consulta resulta distinto para cada una. ¿Qué hacemos cuando no estamos de acuerdo ni siquiera en torno al marco? Esa es la complejidad.
Podemos encontrar valores que estén por encima de las diferencias. Por ejemplo, el reto de la convivencia, que parece una cuestión pendiente.
Sí. Intentemos convivir en un horizonte de profundo desacuerdo acerca de nuestra propia naturaleza. Cuando el discurso constitucionalista da por sentado que se estará de acuerdo en la forma del Estado, que simplemente se discute la distribución interna de poder, no tiene en cuenta que mucha gente ya se mueve fuera de ese marco mental en términos de emotividad y de identificación.
Pero al mismo tiempo es gente con quien hay que convivir en nuestras ciudades.
Para eso está la política, ¿no? ¿O es que había menos divergencias en los comienzos de la Transición? Se tiene una concepción romántica de la Transición que en el fondo la musealiza para señalar que una experiencia así, hoy día, sería imposible. Yo creo que no.
En cualquier caso, el riesgo existe si no se asume el reconocimiento del otro. En sentido opuesto, ¿la exclusión genera exclusión?
Claro. Hay dos lógicas retroalimentándose. Me parece una lógica muy corrosiva para el sistema político tratar de renunciar a la convivencia con el diferente en España y Catalunya. Hay una gran mayoría social que estaría dispuesta a un encuentro, a un diseño de convivencia articulado en torno a un mayor autogobierno. Si bien, esa mayoría cree que España ya no puede responder a esa demanda.
¿Hay mucho independentismo de desesperación?
Sí, que piensa que España no tiene esa madurez. El independentismo catalán ha crecido en torno a una desesperación para España sea capaz de reconocer el autogobierno de la sociedad catalana tal y como se expresó en el Estatut y en los modelos lingüísticos. Un dinamismo que ha producido desafección, pero no lógicas de encuentro. Y que ha generado finalmente lógicas centrífugas.
¿Cree que los gobiernos dialogarán?
Sí, porque ambos interlocutores han comprendido que la realidad del otro es muy insistente. En Madrid se pensó que el independentismo estaba asociado a la crisis económica, y que una vez superada se acabaría. Las elecciones demuestran que el independentismo se mueve en un 50%, que es mucho, aunque insuficiente para un proyecto de unilateralidad.
¿Y qué demuestra el triunfo de Ciudadanos?
La reacción de una parte de la sociedad catalana que se siente amenazada.
¿Cómo conseguimos que esas dos realidades entren en un horizonte de transacción?
A corto plazo es muy difícil porque hay una tensión evidente. Hay una España de un extremismo de derechas que está contaminando toda la vida política. El diálogo llegará porque no hay alternativa.
Deberíamos empezar a verlo como una oportunidad.
Claro. Una sociedad democrática es una sociedad donde las personas aprendemos. En el fondo, la democracia es un aprendizaje colectivo en momentos de gran incertidumbre como los actuales. Lo que hay que hacer es tomarse muy en serio la complejidad, ponerla en contextos de vida común y de aprendizaje colectivo. Es un problema de la capacitación de la propia sociedad. ¿Cómo hacemos para que la sociedad se organice colectivamente de modo que los ciudadanos aprendamos?
Buena pregunta señor Innerarity. ¿Cómo?
Con experiencias compartidas. Un niño en una selva o una persona aislada no entiende la riqueza de una sociedad democrática, la apertura al otro. Sin el otro no existiría ni la amistad ni el conflicto, que forma parte de la vida. Es que sin el otro, ni siquiera tendríamos conciencia de que somos un yo.