La izquierda parlamentaria firma otro capítulo funesto en su historia. Otro granito de arena para constituir este desierto de la derrota en el que la izquierda se siente tan a gusto. Como decía con acierto Rufián en su intervención, “¿cuantos años vamos a arrepentirnos la izquierda de lo de hoy?”. De momento, todavía no se sabe. Habrá que esperar a la sesión extraordinaria del 23 de septiembre, pero todo augura un empeoramiento general del contexto político: primero, porque nadie sabe qué espera a España y Catalunya en el mundo post-sentencia. Segundo, porque las relaciones entre Unidas Podemos y el PSOE han tocado fondo.
La negociación y la lucha por el relato
En su intervención, Pablo Iglesias le decía a Pedro Sánchez que era muy difícil negociar en 48h lo que no se había querido negociar en ochenta días. Jaume Baldoví suscribió sus palabras, lo que tampoco debía sorprender, debido la proximidad ideológica de Compromis con la formación morada. Pero el mismo discurso obtenía un matiz de credibilidad más amplio en boca de Aitor Esteban, líder del PNV, y uno de los parlamentarios más brillantes del hemiciclo.
Pero esto parece que no importa, porque tanto unos como otros han parecido dar más importancia a los golpes de efecto, a la visibilidad y a la interpretación pública de sus movimientos y cómo esto podría afectar a sus intereses de partido. En un inicio, la partida la dominaba Ivan Redondo, el asesor principal de Pedro Sánchez y la supuesta mente maestra detrás de los movimientos tácticos de los socialistas: si Unidas Podemos no se tragaba el pacto propuesto, los acusarían de votar lo mismo que la derecha, siendo conscientes de que eso les pasaría una factura importante de la que ellos podrían sacar rédito electoral.
En clave catalana
En Catalunya, dentro del mundo independentista, la batalla era otra. De hecho, era la de siempre: Junqueras vs Puigdemont, ERC vs (post)CiU, independentismo hard vs independentismo soft, Unidad vs Ruptura. En las últimas semanas ya se habían ido perfilando las posiciones, empezando por un cambio en las formas de Gabriel Rufián: de político tuitero provocador, a heredero de la visión de Estado federal de Joan Tardà. Todo bajo las órdenes claras de Junqueras, haciendo de ERC lo que saben hacer tan bien los partidos de derechas: callar, obedecer, y mostrar unidad en el partido.
En cambio Laura Borràs, portavoz de Junts per Catalunya en el Congreso, se presentaba a la ocasión con un partido en llamas. La presencia cada vez más constante de Artur Mas en la vida política amenaza con llevar a los post-convergents a la enésima mutación. A nadie se le escapa el deseo de parte del establishment económico catalán de reconstruir la antigua CiU, y quién mejor para hacerlo que aquel que ya lo ha hecho. Pero de momento el partido obedece a Puigdemont, y eso implica tener que simular que Catalunya tiene unas opciones reales de luchar por la independencia a través de la negación y la unilateralidad. No es así, y lo saben.
No se trata de moral, sino de realismo y geopolítica. Pero esta posición de momento, todavía da votos. Pero si hay que decantarse por un ganador, es evidente que este es ERC: han solidificado en una posición y han construido una narrativa acorde que pretende no sólo ocupar el grueso del votante independentista, sino situarse como bisagra entre los votantes más a la izquierda del PSC, y aquellos más soberanistas dentro del mundo común. Un mensaje muy sencillo, que, de hecho, coincide con lo que predica Artur Mas últimamente: si no se puede mejorar la situación, al menos no la empeoramos. Y si de paso se puede mejorar la vida de las personas con acuerdos de izquierdas, pues mejor. Esto último es lo que parece que han olvidado tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias. Desgraciadamente.


