Ni los que han golpeado fuertemente el verano. Ni los 40 que llevamos sin haber terminado el año. Ni los más de 1000 de los últimos 15 años a nuestro alrededor. Ni los cientos de miles que atraviesan el mundo de punta a punta. Los feminicidios no frenan aquellos que cuestionan, desde espacios de poder político y mediático, el carácter sistemático -y sistçemico- los asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres; asesinatos perpetrados por hombres. En la mayoría de casos -aunque no exclusivamente- relacionados con ellas de manera íntima, por ser parejas o ex parejas.
El feminicidio es la forma extrema en que se concreta la violencia machista, una violencia instrumental al sistema patriarcal. Es la violencia que, expresada en términos simbólicos, económicos, sociales, sexuales y físicos, posibilita mantener el orden de subordinación de las mujeres respecto a los hombres.
Es la violencia que impide superar la opresión y perpetúa, así, la desigualdad de género en que se sustentan los privilegios (de nuevo, en términos económicos, sociales, simbólicos, sexuales…) de los hombres -que pueden acumular, además, otros privilegios, como los que conlleva ser cisheterosexual y blanco, y que determinan la posición de poder de las personas a la estructura social.
Contar las asesinadas, reivindicar cuántas vidas de mujeres y niños son segadas por hombres; cuántas acumulan las sociedades, pone de manifiesto que todavía fallamos. Y no sólo no llegamos a evitar la violencia más extrema. No llegamos a deshacer sus fundamentos. Fallamos en prevención cuando las relaciones entre las personas jóvenes mantienen los patrones de abuso. Fallamos en reparación cuando muchas mujeres que han vivido situaciones de violencia machista se ven abocadas a situaciones de pobreza. Fallamos en atención cuando denunciar implica dejar mujeres demasiado expuestas y desprotegidas. Fallamos cuando pensamos que, con un marco legal sólidamente desarrollado, ya lo tenemos todo hecho. El riesgo de retroceso pica insistentemente a la puerta.
Los intentos de desacreditar las organizaciones que visibilizan y trabajan para superar la desigualdad de género y las violencias que impactan en la vida de las mujeres, son un peligro creciente. Provienen, a menudo, de espacios ideológicos potentes económicamente, lo que se traduce, desgraciadamente, en gran capacidad incidencia. De pie de calle a las instituciones, tienen capacidad de influenciar y hacer de contrapeso a los avances ganados por las feministas, durante décadas de trabajo para situar la equidad de género como reto central, en la agenda y en las conciencias.
Tal y como reconoce la ley catalana 5/2008 del derecho de las mujeres a erradicar la violencia machista, la violencia machista es una grave vulneración de los derechos humanos de las mujeres y es un impedimento para que las mujeres puedan alcanzar la plena ciudadanía, la autonomía y la libertad.
No podemos perder de vista que la lucha contra la violencia machista es parte del proceso para hacer efectivos los derechos de las mujeres y construir un entorno que permita el libre desarrollo. Cualquier discurso que juegue en contra de este camino, es un discurso vulnerador de derechos, que no tiene (no debería tener) lugar legítimo en sociedades democráticas.
Defender los derechos de las mujeres supone un ataque, sólo, a los privilegios. Los que se sienten atacados por la lucha feminista, son aquellos que velan, sólo, para mantenerlos. Para mantenerlos a pesar de que, en el otro lado, implique que a cualquiera de nosotros, mujeres, nos pueda costar la vida.
Junio, 15. Julio, 12. Agosto, 4. Son las cifras que recoge el proyecto Feminicidio.net, de casos de feminicidios en el Estado. Entramos en septiembre y termina el periodo estival, en el que el auge de asesinatos por violencia machista nos ha hecho llevar las manos a la cabeza. Entramos en septiembre. Por ahora, nada será diferente.


