Está pendiente un trabajo objetivo y profundizado, de descripción, balance y deconstrucción analítica, sobre el pujolismo como doctrina, como prolongado ejercicio de poder, y como arqueología del Procés. Hoy no es fácil de hacer.
Francisc-Marc Àlvaro escribió recientemente que el pujolismo es, cinco años después de la “confesión” de Jordi Pujol, una especie de Chernobyl, un área de peligrosa contaminación donde nadie se atreve a penetrar. Lluís Bassets escribió sobre el tema un libro específico (La gran vergüenza). Hay otros buenos libros que, a propósito del Procés, también lo han tratado indirectamente. Ahora es el mismo Àlvaro, ignorando sus propias advertencias, quien se ha adentrado en Chernobyl, en un libro (Assaig general d’una revolta) donde se habla mucho de Pujol y del pujolismo, sobre todo en relación con las vicisitudes del Procés.
En la medida en que se muestra crítico con la conducción del Procés, Àlvaro tiene los ataques garantizados. No quisiera estimular más, aunque sea mínimamente, haciendo el elogio del libro desde unas posiciones vagamente proscritas. Pero quiero comentar un par de cosas del libro de Álvaro que me han interesado particularmente.
Una “teología de Catalunya”
En un momento de su libro, Àlvaro menciona dos lemas utilizados por el “processisme de base” (“El pueblo manda, el gobierno obedece”, y “Sólo el pueblo salva al pueblo”), donde se ve, y creo que tiene razón, una concepción “casi sagrada”; unas consignas que introducen “un verbo típicamente religioso”.
Ahora, yo le preguntaría a Álvaro: ¿esta “religiosidad política”, no se encuentra en la misma raíz del pujolismo? Jaume Lorés ya lo describía, en 1980, como “una inconfesada teología de Catalunya”, como una “proyección de esquemas teológicos sobre la realidad de nuestro país”, “la secularización de un latente, ni desarrollado ni definido, nacionalcatolicismo genuinamente catalán”.
Siempre he pensado que el pujolismo tenía mucho de religión política. Creo que aprovechó con gran eficacia los residuos del viejo y terrible poder, de vida y muerte, que en el pasado tuvo la palabra sagrada. Que esto fuera deliberado no lo diré, como tampoco lo haría en el caso, más radical, de Xirinacs. Serían suposiciones improcedentes e injustas. Pero tengo la convicción de que el discurso y la política pujolista, ya desde los años 60 y 70 del siglo pasado, tuvieron características de religión secular.
Surgieron en un periodo propicio en que, como ha remarcado Salvador Oliva, “el abandono progresivo de la fe cristiana había ido dejando un vacío que, con el paso del tiempo, reclamaba que se llenara con alguna otra fe colectiva más tangible”. Lluís Duch se refirió a menudo al mismo fenómeno: “la nostalgia de absoluto encuentra uno de sus tótems predilectos en la veneración por la supuesta identidad, vidriosa noción de la que inescrupulosament abusan los mesianismos y demagogias que por todas partes se extienden.”
Que los nacionalismos europeos de los siglos XIX y XX tomaron en muchos casos un carácter de religión secular (a veces con ser supremo incorporado) es algo perfectamente descrito y conocido, a lo largo del tiempo. Refiriéndose a Napoleón, decía Heine: “Se equivocan quienes dicen que el pueblo francés es irreligioso, porque no cree en Cristo y sus santos. Hay más bien que decir: la irreligiosidad de los franceses consiste en creer en un hombre en vez de creer en los dioses inmortales”. Dom Sturzo, en la Italia de los años veinte del siglo pasado, criticaba los que “deifiquen la nación”.
Hay como una constante “ley de hierro” del liderazgo nacionalista que dice: “deifica la Nación y conviértete en su representante”. El pujolismo ha sido una aplicación, amorosida por los referentes democráticos y “personalistas”, pero claramente inserta en la tradición política instrumental de todos los nacionalismos que buscan utilizar la fuerza de un “Nosotros” nacional como herramienta de conquista de apoyos y de poder, como marco ideológico, y como prescripción normativa de los tótems y tabúes, de las fidelidades y traiciones correspondientes.
El problema – el grave problema -, es que ahora estas fuerzas han sido reavivadas de una manera extrema, en Catalunya, y de rebote en España. Xavier Melero, uno de los abogados defensores en el juicio del Procés, probablemente harto de tanto nacionalismo contrapuesto, resumió bien la cuestión: “Cuando la política se convierte en religión, la discrepancia se convierte en blasfemia”.
Este fuerte sesgo hacia la conflictividad maniquea, contra los “enemigos” exteriores e interiores (“el enemigo en casa”), es un impulso que el Procés ha heredado y exacerbado, pero que se encontraba ya en los inicios del pujolismo. Como ha escrito Jordi Amat: “El despliegue del pujolismo fue, desde el minuto cero, conflictivo”. Se podría hablar aquí de una segunda “ley de hierro”, de carácter esencialmente iliberal, que diría: “Refuérzate confrontando con los adversarios, y margina a los adversarios que no te refuerzan”.
Un segundo problema de la política entendida como causa sagrada es que tiende a ocultar y excusar la dejadez ética. La retórica del “todo para la nación” se convierte a menudo en la coartada de una manga amplísima en las conductas personales. Esto genera parábolas como la del general della Rovere, al revés. En el film de Rossellini, un traficante es infiltrado por los nazis entre los resistentes encarcelados, se contagia de la dignidad de estos y muere heroicamente gritando “Viva Italia!”. En todas partes, en las experiencias de poder nacionalista, sobreabundan las trayectorias de sentido inverso.
Teatrocracia
Hay en el análisis de Àlvaro un leitmotiv recurrente: lo que llama un enorme trampantojo”, que “marca la historia del nacionalismo catalán desde hace décadas”. Es la estrategia del “como si”, que “forma parte del estilo de gobierno de Pujol durante veintitrés tres años de mandato”, haciendo “lo imposible para que la acción de la Generalitat parezca la de un pequeño Estado de Europa, dentro y fuera de Catalunya”.
Àlvaro escribe que Pujol lo hizo inspirado en Prat de la Riba, a fin de “mostrar más potencia institucional y política de la que verdaderamente se tiene”. Pero Prat no hacía los gigantes, no aparentaba. Prat ejercía.
¿”Mostrar” o “ejercer”? En esta distinción, me parece, tocamos el tuétano. Prat de la Riba, para usar una expresión de Alexandre Galí, “ejercía en función de Estado”. Creó, en poco tiempo y con recursos escasos, una multitud de realidades sociales e institucionales básicas, que hoy perduran. El pujolismo, dice Álvaro, “construye unos decorados y coloca unos espejos que consiguen dar una imagen de más poder del que verdaderamente se tiene”. Durante muchos años y con más recursos, sus realizaciones prácticas fueron escasas y controvertidas.
En este sentido, se podría describir el pujolismo como una teatrocracia, para usar un término de Nietzsche: un régimen de representación y espectáculo, de gran efecto, prolongado y eficaz, sobre un amplio sector de la sociedad. En una teatrocracia, decía Nietzsche, “la conciencia más personal sucumbe al encanto nivelador del gran número”.
Tarradellas, que tenía ojo, decía de Pujol que era “un comediante genial”. Quizás deberíamos concluir que ha sido, efectivamente, un hombre de teatro, y que la fijación de Albert Boadella por el personaje debe entenderse en clave de rivalidad o celos.
Desde este punto de vista, el pujolismo en el poder habría sido teatrocracia, y también habría sido teatrocracia (y no oclocracia, poder de la plebe, como medita Àlvaro) el Procés, con sus enormes espectáculos y sus dramas . Un prolongado “efecto Potemkin” ha creado sin duda un numeroso público. Pero de estos grandes constructos emotivistas es muy fácil perder el control, que es lo que ha pasado, con todas sus pésimas consecuencias.
Jordi Amat, comentando el libro de Francesc-Marc Álvaro, ha escrito que “matiza la investigación de la verdad con la luz de la duda”, y concluye: “las viejas preguntas vuelven y no tenemos una respuesta clara y satisfactoria”. No podría estar más de acuerdo.
Necesitamos nuevas ideas y también abandonar algunas antiguas. El libro de Àlvaro indica algunas pistas. Retengo dos: la superación de las estrategias de “trampantojo”, de “como si”; y, en consecuencia, la necesidad y el deber de trabajar por el futuro con realismo e imaginación, sin engañarnos. De debatir, desde unas posiciones u otras, y entre ellas.



1 comentari
Sens dubte un gran espectacle
Pa i circ.
Una forma de pasar la crissi i canalitzar les frustracions i les pors a un nivell simbólic.
Al gust d una generacio q vam viure la transició de joves i han volgut viure una segona Joventut.
Gens assenyada, revolta dels q ja no creuen en la vida eterna i saben q morirán aviar.
Es baixa el teló.