Tarragona tiene el corazón en un puño. Por la muerte de tres personas. Por el sufrimiento de los heridos. Porque sólo el azar hizo que la explosión del tanque de óxido de propileno no provocara una tragedia mucho mayor. Porque fallaron los protocolos de protección después del accidente. Porque las informaciones que llegan sobre los antecedentes de la empresa son muy preocupantes. Porque el temor que despierta convivir con el complejo químico tomó una forma muy real la tarde del día 14 de enero.
La bola de fuego que siguió a la explosión quedará en la retina de todos. Con mucha más intensidad entre los que lo experimentaron en directo, con el temblor y el sonido de la explosión, con el aire que olía a quemado. Y también quedará en la memoria de los que lo presenciamos en las pantallas. Es de esas experiencias que no se olvidan. Recordemos dónde estábamos y lo que hacíamos cuando sucedió.
El hecho de que la primera víctima de la explosión se encontrara en su casa en Torreforta, a casi tres kilómetros del lugar de la explosión, multiplica esa sensación de vulnerabilidad que sentimos. En primer lugar, los vecinos de La Canonja, los barrios de Ponent de Tarragona y toda la conurbación urbana que convive con el complejo químico. Impresiona ver casas tan cerca, demasiado cerca, de las imponentes instalaciones químicas. Hoy tenemos una constancia trágica de esta cercanía.
Son días de duelo. Días para gestionar las emociones. Pero también para buscar respuestas. El complejo químico está donde está porque nace en una época en la que las decisiones no eran ni discutidas ni consensuadas. El régimen franquista decidía dónde y cómo se distribuía la industria y las infraestructuras. En los años sesenta se desarrolló el polígono químico, que a principios de los setenta se consolidó con la construcción de la refinería de petróleo. En conjunto, el principal polígono petroquímico del sur de Europa. A cuarenta kilómetros de cuatro centrales nucleares y a setenta del río, el Ebro, que aporta el agua imprescindible.
Las comarcas de Tarragona se iban convirtiendo en ‘el patio trasero’ del país. El lugar donde se acumulan aquellas actividades imprescindibles que todo el mundo necesita, pero nadie quiere. La democracia heredó un frágil equilibrio entre instalaciones sensibles como la petroquímica o las nucleares, el uso residencial (los barrios que crecieron precisamente a raíz de la expansión industrial) y el sector turístico.
La tragedia de Els Alfacs puso en evidencia los riesgos de esta coexistencia: un camión procedente de Empetrol y cargado de propileno líquido estalló el 11 de julio de 1978 ante el camping y provocó 243 muertos y 300 heridos graves. Más tarde, el 12 de junio de 1987, vendría el atentado de ETA contra el oleoducto y después, la noche del 19 de octubre del 1989, la central Vandellós I sufrió uno de los incidentes nucleares más graves de la historia cuando el fantasma de Chernobyl (1986) todavía estaba muy presente. Fue el fin de la central.
Estos tres acontecimientos forman parte de la memoria colectiva. Ahora se añade la explosión de la planta IQOXE. Representan la punta del iceberg bajo la que se esconden numerosos incidentes de mayor o menor gravedad y la incertidumbre constante sobre cuál es el aire que respira el Camp de Tarragona. Es una realidad heredada porque nace de la planificación autoritaria del franquismo. Pero, ¿cómo la democracia ha gestionado esta herencia? O mejor dicho, ¿cómo los poderes institucionales y la sociedad civil de la demarcación de Tarragona han plantado cara?
Entre las posibles respuestas, una es la debilidad endémica de la demarcación de Tarragona para hacer oír su voz, para defender sus intereses. Esta debilidad tiene sus raíces en la desunión, en la ‘política de campanario’ de cada una de las ciudades que la conforman, por encima de una estrategia conjunta frente a los poderes políticos y económicos.
El último gran aviso que ha dado el complejo petroquímico debería servir para romper esta dinámica localista y generar un frente común que exija seguridad al holding químico y a las administraciones. Para conocer, de una vez, la calidad del aire y para disponer de protocolos de emergencia que funcionen. Pero, por encima de todo, resulta imprescindible dibujar estrategias de futuro que no condenen a la demarcación a ser ‘el patio trasero’ del país. Sería la mejor respuesta a todo el dolor y miedo que ha generado la última tragedia de la Química.
Este artículo ha sido publicado originalmente en el Diari de Tarragona


