Vivimos tiempos líquidos, ya lo sabemos. Las relaciones no duran, la gente se deja de querer y el amor es un cuento de Disney, Hollywood y las grandes productoras para seguir vendiendo cosas. Okey. Consumir nos mata y Occidente se desintegra, estoy escuchando a los Chikos del Maíz y no a Ana Torroja, soy de izquierdas, molo mucho. Voté a Unidas Podemos en las últimas elecciones y suelo ir a charlas feministas donde me dicen que la crianza en tribu mola mogollón y se lleva el poliamor.

Lo he probado todo, soy lo más in, o al menos he tratado de serlo. He escrito una novela sobre dos tías que se utilizan, se quieren, se odian, se dejan, se vejan, se follan y se hacen daño, pero son muy feministas porque pueden ser libremente malas. Lo capto. Por cierto, la novela se llama Sueño contigo, una pala y cloroformo; compradla, la literatura no se financia sola, los medios de comunicación pertenecen a la “clase media” y tenemos un Estado raquítico que no patrocina la cultura patria.

Entiendo perfectamente de qué va la emancipación de la clase obrera, dejar de ser esclavos de aquellos que tienen la pasta —los mismos que nos impiden tenerla— y que las mujeres deben tener la posibilidad de ser lo que ellas quieran y no lo que históricamente se les ha impuesto.

Adelante con todas esas otras razas, etnias, culturas o la palabra más políticamente correcta que esté de moda esta temporada. Incluso me parece bien el lenguaje inclusivo y usar eufemismos para no llamar a los subnormales de forma tan despectiva. Entiendo que el progreso de la humanidad también es liberar de dolor innecesario a la gente corriente. A partir de ahora ni mongólicos, ni tontos, ni discapacitados: personas con diversidad funcional. Genial.

¿Tras el enésimo giro del lenguaje qué nos queda? El discurso puede construir la realidad, pero hay realidades que no se extinguen, aunque yo no las quiera describir. El suelo de cemento duele, aunque yo diga que es blando. No sé si me seguís o ya estáis pensando que empezaré a hablar del marxismo cultural o de la Trampa de la diversidad, ahora on ice.

No es el caso. El tema va por otra parte.

Estoy cansada de probar cosas que no funcionan, pactos entre dos personas, equilibrios inestables, ideas a medias, vínculos frágiles que dependen solo de voluntades exiguas en un planeta que se derrumba, en medio de la inseguridad existencial impuesta por el neoliberalismo y la sensación de alerta global propagada por las nuevas tribus heréticas que tienen en Greta Thunberg su Becerro de oro.

La posición de Greta Thunberg es ética —cree en lo que hace, lo que hace está bien más allá de que a mí me parezca una pérdida de tiempo—, la que no es ética es la de sus padres en busca de pasta. No les culpo, siguen al rebaño, lo que dicta Carlos Sobera: Apuesta, apuesta, apuesta, gana, gana, gana.

También habría que decirlo: somos yonquis de las soluciones mesiánicas, cristológicas. En esto Chesterton no se equivocaba, la gente es capaz de resucitar el Olimpo de los dioses, el zoológico egipcio con tal de no decir las tres palabras: y (Dios) se hizo hombre. En fin, la gente busca creer en cualquier cosa. Vivimos en la época en la que se genera dinero tan solo especulando con los sentimientos de la gente, experiencias, deseos (véase Capitalismo, consumo y autenticidad de Eva Illouz si se quiere saber más sobre las commodities emocionales, como los sociólogos lo describen).

Otro año que no hacemos la revolución, las malditas condiciones subjetivas; para quedar bien ahora debería citar a Lenin. El mundo es una mierda, ya no podemos decir que somos la eterna oposición y romantizar la derrota a lo Walter Benjamin. Los que creemos en que las cosas se cambian desde el Estado (sin olvidar la presión de la calle), haciendo leyes justas, regulando, creando unas estructuras a imagen y semejanza del mundo que queremos, estamos de enhorabuena: hemos mordido algo de poder.

Un poder insignificante e ínfimo, pero algo es algo; eso sí, ahora no hay que hacer el ridículo como en Grecia prometiendo asaltar el Palacio de Invierno cuando a lo más que aspiramos es a ser sus jardineros. A la izquierda (o a lo que se hace llamar izquierda) le da miedo gobernar, está muy cómoda en la derrota, a la contra y en lo residual, porque en la marginalidad se puede ser especial, cool antes que mainstream. Lo único, antes que lo de masas y en esto Ortega y Gasset les daría la razón. Justamente lo contrario de lo que necesitamos. Jodido malditismo.

No se trata de ir en contra del poliamor sino de señalar que, si ya es muy difícil tener un proyecto estable y sano de pareja a largo plazo, todavía lo es más eso de tener varias parejas simultáneas o relaciones de geometría variable. La diversidad no es el enemigo, pero de lo particular no se puede hacer la norma.

Lo mismo con esas palabras malditas que se extienden temporada tras temporada, como por ejemplo persona racializada. ¿Exactamente qué quiere decir? ¿Qué es una persona racializada? Najat el Hachmi, en un muy lúcido artículo publicado en El Periódico el pasado 20 de enero, señala que le han colgado la etiqueta de racializada cuando ni siquiera ella (la persona a la que nombran) sabe lo que significa. Denuncia el uso de etiquetas para crear un “ellos” y un “nosotros”, atrincheramientos identitarios que lejos de unir, separan. Su artículo, titulado “Racializada, ¿yo?” empieza así:

Llevo días mirándome al espejo, intentando descubrir si hay algo nuevo en mi aspecto. Me analizo de la forma más objetiva posible pero no encuentro nada, aparte de los signos propios de mi edad. Y si no ha cambiado nada, ¿por qué de repente me dicen cosas que no me habían dicho nunca? ¿Por qué me escriben y me interpelan en mi condición de “mujer racializada”? Después de décadas luchando para quitarme de encima infinidad de etiquetas que me han ido poniendo sin mi consentimiento, ahora me encuentro con esta nueva que, encima, ni siquiera entiendo lo que quiere decir.

Como señala Zizek en muchos de sus libros, ahora que el individuo (o individua…) occidental ya no puede atemorizar, saquear, imponer, exterminar al resto del mundo para ser el protagonista, debe seguir siéndolo por su malestar por todo el daño que ha causado históricamente, una competencia cristiana muy moralista. La cosa es seguir siendo el foco de atención, debemos ser los más nadie que los nadie.

Lo mismo con la izquierda que trata de poner voz a los sin voz. Discrepo de muchas tesis sesentayochistas y no creo que fuese una revolución de clase, pero la frase “no me liberen, yo basto para eso” me parece muy adecuada para estos grupúsculos. No me pongáis voz, no me la robéis, de lo que se trata es de darnos la mano, de que me dejen espacio, de conseguir hablar por nosotros mismos. Eso sería a pequeña escala.

Por lo que respecta a la gran escala, no necesitamos que los medios dejen de recibir publicidad de empresas que queman combustibles fósiles como anunciaba The Guardian hace unos días, sino presionar a nuestros gobiernos para que inviertan e investiguen más en fuentes de energías cuanto más limpias y sostenibles mejor. Más nucleares más seguras y más renovables. No al decrecimiento, quien crea que la expansión del ser humano se puede frenar es que no ha leído un libro de historia en su vida.

Otra cosa es el consumo eficiente, razonable, un crecimiento orientado a unos fines y no cosificado como nos ha traído lo peor del siglo XX con su racionalidad instrumental y la perorata de la escuela de Frankfurt. Nada de banca ética, queremos cajas públicas, no queremos un capitalismo de rostro humano, sino políticas socialistas. Un mundo pensado para la gran mayoría y no para unos pocos.

Basta de idealizar el pasado; antes, la gente tenía vidas igual de mierda que ahora, los obreros estaban alienados, las mujeres explotadas y la sociedad vivía en blanco y negro, era profundamente injusta, homófoba y racista. Se trata de volverlo a intentar sin repetir los mismos errores. La gente siempre ha sido diversa y hoy esa diversidad puede ser incorporada, representada, estructurada; antes no era posible.

Debemos admitir que estamos lejos de ser dioses y que la realidad siempre ha sido muy precaria, más de lo que nos gustaría admitir. Vivimos en sociedades posmodernas en las que el discurso oficial afirma que no hay ninguna verdad, pero bajo la superficie son profundamente idealistas y, sin admitirlo, creen en esa verdad inalcanzable; justamente por inalcanzable es una creencia más férrea.

No hemos dejado de creer en el amor, pero todos hemos puesto en él más expectativas que nunca. Pasamos horas en Netflix sin saber qué película escoger porque la abundancia nos satura, tenemos miedo de elegir porque eso implica dejar de ver el resto de películas. Lo mismo sucede con Tinder: tenemos la sensación de poder comprarlo todo en el supermercado del amor, pero solo es eso, una sensación. Aunque tengamos acceso a todo nunca podremos probarlo todo y pasamos una vida compungidos por no poder elegir porque cualquier elección en un contexto de abundancia potencialmente infinita nos perturba.

Nada de esto es nuevo; estoy segura que en la antigüedad los que entraban en la biblioteca de Alejandría sabían que no podrían leer todos los libros, pero para leer un libro debían elegir alguno. Escoger, decidir, descartar, responsabilizarse, ser consciente de nuestra finitud. Nombrar esas palabras es peor que defender a la Troika o hablar bien del libre mercado. Vivir es comprometerse; como decía Celaya: “Maldigo la poesía de quien no toma partido, partido hasta mancharse”.

En resumen, de lo que se trata es de refundar la universalidad, una que no expulse sino aglutine los matices que tiene la vida y los que la dotan de sentido. Una que tenga por encima los valores ilustrados —aunque ya sabemos lo precario y elitista que fue el Siglo de las Luces—, que busque un mundo más sencillo, justo, habitable y que ahorre sufrimiento al común de los mortales. Una izquierda que deje de alabar los barroquismos emocionales, culturales, y busque ser una fuerza que sume, que aspire a representar a la masa y deje de creer que los particularismos son buenos solo porque están en los márgenes del sistema.

Si todos formamos parte de alguna minoría la minoría deja de ser articuladora; puesto en otros términos: si todos somos víctimas, nadie lo es; el mero hecho de pertenecer a un reducto se vuelve un epíteto (persona= diferente; diferente=persona). Necesitamos una izquierda que deje de creer que los problemas de la gente son las batallas culturales tuiteras, que deje de enaltecer a figuras tan solo porque han triunfado y vistan con valores humanos su negocio. Necesitamos una izquierda que se acuerde de los que no hablan porque ya están muy cansados, de los que no comparten su opinión porque ven imposibles sus sueños.

Queremos una sociedad vivible para esos corredores de fondo que somos todos y cada uno de nosotros; lejos de la opresión de la comunidad, una sociedad que cree vías y modelos fiables, sanos y nuevos para todos nosotros, porque no todos podemos ser Parsifal en busca del Santo Grial y no todas las vidas son óperas de Wagner; y qué cansancio y sufrimiento innecesarios si lo fueran.

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