Tras la comparecencia de Torra donde hizo explícita la rotura de relaciones con ERC y dio la legislatura por agotada, el reloj electoral se puso de nuevo en marcha. No de manera oficial, ya que para que esto ocurra el Presidente debe convocarlas, pero sí a efectos prácticos. El gobierno está enterrado y amortizado, y los partidos preparan los siguientes comicios.
El motivo que esgrimió el presidente de la Generalitat fue que los republicanos no le dieron el apoyo esperado ante la notificación de la Junta Electoral Central en que le retiraba el acta de diputado de forma provisional , a la espera de la sentencia definitiva. Desde ERC, sin embargo, la visión era otra: los actos del President Torra y de Junts per Catalumya no habrían sido encarados al embate real con el estado sino en potenciar la imagen que son los postconvergents, y no los republicanos, quienes luchan por la independencia con más intensidad.
Esta situación abre el siguiente debate: ¿se puede hacer una distinción entre desobediencia táctica y desobediencia real? ¿En qué consistiría, entonces, la desobediencia táctica?
Si la desobediencia tiene como objetivo oponerse a la aplicación de una ley injusta para conseguir su derogación (como podría ser, por ejemplo, la objeción de conciencia ante la obligatoriedad de asistir al servicio militar), la desobediencia táctica consistiría, no tanto a poner fin al supuesto injusto mandato que se desobedece, sino a reivindicar la acción concreta para sacar rédito electoral. Pero para que la desobediencia táctica pueda funcionar – es decir, que se le puedan extraer réditos electorales – quien tiene de su lado la ley, o bien debe ser incapaz de distinguir entre una y otra, o bien debe tener una voluntad persecutoria. Y, en este sentido, algunas de las estructuras del Estado español han efectuado este rol a la perfección.
Desde el inicio del “procés”, lo que se entiende por “marco político”, es decir, el conjunto de temas sobre los que pivota la agenda política – sostenida y alimentada por los medios de comunicación -, ha sido el del independentismo. No hay ninguna duda de que el uno de octubre fue un acto de desobediencia real liderado y hecho posible por la gente. Pero después del uno de octubre de 2017 se entró en una segunda fase: la independencia ya no era un objetivo posible, debido, en gran parte, a que la teoría del “reconocimiento exterior” se demostró fallida. Entonces, el marco de la lucha independentista viró hacia posiciones donde otros colectivos y segmentos de población – independentistas, o no – ya estaban desde hacía mucho tiempo: en la denuncia de los derechos humanos y en la reivindicación del derecho de la autodeterminación.
Este cambio de marco es el que se tiene que comprender para analizar la lucha por la hegemonía política del independentismo. Mientras ERC giraba hacia una posición “realista”, reconociendo la incapacidad inmediata de hacer la independencia y la necesidad de acumular fuerzas, Junts per Catalunya, liderados desde Waterloo por Puigdemont, se acogían al idealismo de la resistencia. La “desobediencia táctica” sería la herramienta mediante la que se conseguiría mantener viva la llama de esta resistencia, y con ello, conseguir una bolsa de votantes que se habría visto decepcionada por el cambio discursivo de ERC.
Es en este sentido que la decisión de Torra de desobedecer la JEC se puede interpretar como una “desobediencia táctica”, ya que Junts per Catalunya se beneficiaría electoralmente, y los costes que afrontarían serían menores – principalmente la inhabilitación de un Presidente que ya se sabía que no repetiría candidatura. Con esta inhabilitación, Junts per Catalunya lograría solidificar el relato de la épica de la resistencia a través de la figura del mártir que antepone su estado personal al de los intereses de país.
Si damos esta hipótesis por cierta, los intereses que estaría defendiendo no serían aquellos que llevarían Catalunya a convertirse en un Estado independiente, sino a la formación postconvergent a reeditar la Presidencia de la Generalitat. Así, la desobediencia táctica repetiría esta lógica: unos gobernantes que anteponen el interés electoral al interés del país, y un órgano del Estado español – en este caso, la JEC – que actúa de manera celosa, irascible, e ideológicamente sesgada. Una lectura menos ideal, pero quizás más realista, de lo que significa el “procés” para sus líderes políticos.


