Últimamente las iniciativas de la izquierda nos han llevado a poner en el centro del debate político cuál es el salario mínimo justo. El Consejo de Europa ya hace años que habla del 60% del salario medio como la referencia de un modelo europeo. Ahora nos encontramos ante la iniciativa de la nueva Comisión Europea de fijar en la Unión Europea un salario mínimo europeo en esta legislatura.
Ciertamente, en los inicios del salario mínimo, éste se vio como una iniciativa para proteger a los pobres de los bajos salarios, para que estos no les permitían vivir dignamente. Era como una cuestión de protección de la pobreza, una componente caritativa, o como indemnización, y seguramente por muchos ciudadanos que se mueven en rentas medias o altas a menudo todavía se ve así.
El hecho es que el salario afecta a la contraprestación del empresario por el trabajo realizado por una persona trabajadora. Algunos creen que la compensación salarial justa la determina el mercado, ignorando que ésta se da con el excedente empresarial, ambos configurando los excedentes de las explotaciones productivas de bienes y servicios, y que su equilibrio o desequilibrio convierte en más o menos justo lo sistema laboral. La consideración de salario indebido sería aquella que no compensa suficientemente el esfuerzo del trabajo. Esta visión es hoy la base del salario mínimo actual, ya que determina la cifra por debajo de la cual no se puede retribuir de menos el trabajo, y es fija como un derecho individual o colectivo irrenunciable.
La Unión Europea en su pilar social no quiere tolerar salarios indebidos en su mercado laboral, como ya lo habían hecho antes en muchos países europeos en sus mercados nacionales, país a país, con la excepción de aquellos que consideraban que esto es competencia exclusiva de la negociación colectiva (acuerdos sindicatos y patronales) que garanticen un mínimo retributivo justo o de equilibrio social.
Los acuerdos PSOE-Podemos consolidan los importantes incrementos ya hechos de 2019 a 2020 en esta materia y se comprometen a fijar el salario mínimo al 60% del salario medio al final de la legislatura. Mucha tinta corre por los supuestos efectos “nocivos” del SMI sobre los salarios bajos y por lo tanto de los puestos de trabajo de los que los perciben, hablando de peligro de la desaparición por pérdida de rentabilidad de sus empresas. También hablan de la territorialización de los salarios en función del poder adquisitivo de los subterritorios dentro de un mismo mercado laboral con regulaciones económicas compartidas. En definitiva, no abarcando los conceptos de salarios indebidos ni trabajo indigno, que son eliminados por un salario mínimo obligatorio y quieren hablar de protección paternalista de la pobreza.
Seguramente la negociación colectiva debería conseguir una mayor justicia social en la distribución de la riqueza generada por el trabajo entre los excedentes que retribuyen el capital y los de los salarios, pero la realidad es la que es, aunque su extensión no llega a toda la fuerza laboral. Es una opción de progreso, por lo tanto que también se ha convertido en necesaria en muchos países, en los que los poderes públicos determinen también los mínimos salariales.
En un mundo cada vez más global, con fronteras económicas más difuminadas, la existencia de una retribución salarial mínima en los ámbitos laborales de estos mercados se convierte no sólo una mejora en la igualdad, sino que también representan un combate contra el dumping social, y sobre todo la persecución de salarios indebidos del trabajo indigno.
Así que hacer una cuestión “local” del SMI en un mundo cada vez más global es hacer batallas políticas provincianas o nacionalistas, que van contra su naturaleza de justicia laboral. Justificar los salarios socialmente indebidos por criterios económicos sólo en un poco sano economicismo, que no reconoce su carácter humano a la fuerza de trabajo. O segmentar realidades laborales dentro de un mercado laboral compartido con reglas comunes. Los razonamientos suponen una coincidencia transversal ideológicamente de populistas y liberales, que no ponen en el centro del mercado laboral el trabajo digno y suficientemente remunerado, una obligación de primer orden en una economía social de mercado, un derecho humano inalienable.


