Cada atardecer las vecinas y los vecinos de mi barrio salen los balcones y se ponen a aplaudir. Como todo el mundo sabe, este es un reconocimiento simbólico al personal sanitario que es quien tiene que hacer frente, no sólo a la pandemia, sino también a dos derivadas: la ineptitud de los políticos en la gestión de la crisis del coronavirus y las carencias de un sistema sanitario público que la crisis económica del 2008 dejó a mínimos.
A la espalda de médicos, enfermeras, auxiliares y personal de la limpieza hemos proyectado nuestras angustias y nuestro miedo. Hace cien años, la solución de los bisabuelos habría sido la de buscar una ayuda celestial y hacer rogativas y novenas esperando que algún ser superior los preservara la vida; ahora ya sabemos que solo venceremos el virus si los científicos buscan a toda prisa una vacuna o un remedio y el personal sanitario se deja la piel, y algunos incluso la vida, para curarnos y así poder volver a tener salud y seguridad.
Dice el dicho que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena y ciertamente, ahora truena muy fuerte; pero la tormenta comenzó hace más de diez años, cuando el gobierno preindependentista catalán, con el apoyo del español, comenzó a recortar sueldos y pagas de los profesionales de la sanidad pública, a cerrar camas, a no renovar contratos y a incrementar la precariedad de los trabajadores temporales que eran, y siguen siendo, muchos en el conjunto del sistema.
Cuando yo pasaba noches de fiebre y de incertidumbre en el Hospital Clínico en espera del éxito de un trasplante de médula ósea, a la enfermera que cuidaba de mí a esas horas de la madrugada y al médico que subía de urgencias cuando las cosas se complicaban, los unía algo: a ambos les habían recortado el sueldo, tenían contratos de lo más precarios y estaban en una situación de estrés que se prolongaba desde hacía meses. Pero, a pesar de ello, nunca noté ninguna mala actitud, al contrario, sólo recibía miradas empáticas que, por cierto, no olvidaré.
Este país que se mueve entre la autocomplacencia (“¡tenemos la mejor sanidad del mundo!”) y la épica continuada de algunos discursos políticos. Ahora debería comenzar a tocar de pies en el suelo y pensar que el sistema sanitario catalán se mantiene en un alto nivel gracias básicamente al esfuerzo y al comportamiento del personal que trabaja. Desgraciadamente, estas condiciones de precariedad tienen más consecuencias negativas: han restado atractivo a ejercer las profesiones sanitarias, como me decía hace poco el Director General del Clínico. A la falta de recursos, se añade un hecho capital, se jubilan médicos y personal de enfermería y no los pueden sustituir, ya que faltan jóvenes que quieran dedicarse a esta profesión, pues la encuentran muy sacrificada y con pocas compensaciones.
Cuando pase todo esto que estamos viviendo ahora, que espero y deseo que sea pronto, no empezamos a proponer premios y galardones. Dejamos de aplaudir y les agradecemos lo que han hecho de otro modo: cogemos la pancarta, nos plantamos ante los gobiernos y parlamentos para decirles cosas tan simples como que el personal sanitario debe recuperar los sueldos de hace diez años, que hay que poner fin a la precariedad laboral de este sector, que se deben aumentar los recursos dedicados a la investigación y que no debe ser a base de tele maratones ni de la caridad. Y, por último, que se proclame la sanidad pública como un bien no recortable, al que todo el mundo pueda acceder en las mismas condiciones.


