Si tuviéramos un pensamiento mágico alternativo a las grandes religiones de la humanidad (cristianismo, islamismo, hinduismo, budismo y judaísmo), podríamos llegar a creer que lo que nos está pasando estos días es un castigo de la naturaleza. Que la Madre Tierra ha dicho basta. Que Pachamama nos ha castigado.

Ha dicho basta a la sobrexplotación de los recursos naturales. A la depredación sin escrúpulos ni límite. Al desprecio hacia las otras especies animales y vegetales. A la destrucción de la flora y la fauna. Al desdén por la creciente desigualdad económica entre personas iguales sobre el papel (mojado) de la ley.

Cuando muchos creíamos que la principal amenaza para nuestro bienestar -e incluso para la vida humana en este planeta- procedía del incesante calentamiento global. Cuando estábamos concienciándonos a marchas forzadas de la emergencia climática, resulta que el peor latigazo que está sufriendo el planeta desde la Segunda Guerra Mundial es una pandemia que proviene de un virus originado, según algunas teorías no confirmadas, por el incontrolado consumo de carne de animales salvajes en una recóndita región de China.

Harta de que la maltraten y humillen, Pachamama ha gritado basta. A que cada día desaparezcan centenares de especies animales y vegetales. A que contaminemos los ríos y los océanos. A que envenenemos los cielos y los suelos, por mor de un crecimiento económico del que más orgullosos se sienten sus dirigentes políticos y empresariales cuanto más desbocado es y cuantas menos riendas tenga.

Si creyéramos en un pensamiento mágico, estaríamos convencidos de que Pachamama ha lanzado sobre los humanos esta plaga bíblica para que las aves vuelvan a enseñorear los cielos

La Madre Tierra ha dicho basta a esta relación cada vez más tóxica. A que incendiemos bosques, talemos selvas, destruyamos montañas, pudramos lagos. Si creyésemos en un pensamiento mágico, estaríamos convencidos de que Pachamama ha lanzado sobre los seres humanos esta plaga bíblica para que las aves vuelvan a enseñorearse de los cielos. Para que los peces vuelvan a ser solo eso, peces, y no pescado, porque casi han desaparecido las redes y han disminuido los plásticos. Para que la vegetación (no la maleza, un nombre con etiqueta ética para ciertas plantas) borre los senderos e invada los caminos. Para que los otros habitantes de bosques y selvas se desestresen sin la presencia de los ruidosos humanos. Para que las ballenas, las focas y los delfines no se sientan amenazados por cruceros, petroleros y arpones.

La naturaleza es sabia. Pero cruel. Persigue el equilibrio, no la justicia. Premia la cooperación, pero aborrece la igualdad. Otra brutal paradoja: un virus permitirá que los que sobrevivamos a sus secuelas respiremos un aire más puro y nademos en unas aguas regeneradas cuando todo pase. La humanidad ha enfermado para que la naturaleza se cure. El aire se ha oxigenado en las ciudades, en cuyas plazas y calles vuelven a oírse mejor los pájaros. Los venecianos se han quedado solos y pueden ver el fondo de sus canales.

Los incas ofrecían sacrificios a Pachamama para que llegaran buenas cosechas y no despertar su ira con terremotos y diluvios. Si tuviésemos un pensamiento mágico -y todas las religiones son pensamientos mágicos más o menos elaborados con paciencia a lo largo de siglos-, podríamos convencernos de que hemos que tenido que ofrecer duros y llorados sacrificios a la Madre Tierra por nuestras ofensas y que, con ellos, se alcanzará la exigida purificación. Crimen y castigo. Y la vuelta al principio, la regeneración tras la purga, la recuperación de la armonía tras la catarsis.

Después de la sanción, como en casi todas las religiones, se supone que hay arrepentimiento, acto de contrición y vuelta a empezar. ¿Hasta la próxima vez? Puede que no. Porque tal vez aprenderíamos la lección… si creyésemos en el pensamiento mágico.

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