El 14 de abril se ha cumplido el primer mes del estado de alarma. De confinamiento para buena parte de la población. De lucha en primera fila contra la Covid-19 para los sanitarios y para todos los trabajadores de los servicios esenciales. No podemos empezar a escribir sin mostrar nuestro agradecimiento por su entrega y profesionalidad. Esta es la principal constatación que podemos hacer treinta días después de la declaración de emergencia. Pero también empezamos a tener unas pocas certezas sobre lo que nos está pasando. Y algunas preguntas que tardarán en encontrar respuesta. Hacemos un repaso.

Un dolor inmenso. Los primeros casos de contagio se registraron hace cinco meses en Wuhan, en China. La enfermedad y la muerte que causaba el virus nos pareció lejana. Ahora la tenemos muy cerca. Forma parte de nuestra experiencia personal. Con el sufrimiento añadido de la muerte en soledad de las víctimas de la pandemia. Del duelo sin compañía. Tardaremos en saber cuál es el coste emocional que significará para nuestra sociedad. Pero seguro que será alto. También para los sanitarios, que han tenido que gestionar estos inmenso dolor.

La Sanidad Pública resiste. Es la mejor noticia de este tiempo tan difícil. Sin embargo, el sistema público de salud resiste. Gracias al ‘factor humano’. Al compromiso de los profesionales. De su capacidad de curar y cuidar. Han salvado muchas vidas, o las han acompañado en su último adiós cuando la medicina ya no podía hacer nada más. Los hospitales han tenido la capacidad de adaptarse a la emergencia en un tiempo récord. La Asitención Primaria ha hecho su función mejor que nunca, tratando a muchos pacientes en casa. Entre todos han preservado los hospitales del colapso.

El sistema de residencias se rompe. En la memoria colectiva quedará la tragedia de las residencias de la tercera edad. Cuando no supimos proteger a nuestros abuelos. La generación que sufrió la guerra en su infancia, que luchó por el progreso de hijos y nietos, se ha visto desamparada al final de su vida. Ha colapsado un sistema que era frágil, vulnerable, porque, en muchos casos, ponía por delante el negocio sobre la calidad y la dignidad de la vida. Y cuando el sistema estalló, las administraciones no tuvieron la capacidad de reacción necesaria. Las cifras de víctimas son escalofriantes. Imperdonables.

La responsabilidad cívica gana. La mayoría de la población cumple de forma ejemplar las normas del estado de alarma. El civismo y la solidaridad que se expresa cada día a las 8 de la tarde en los balcones es un signo de esperanza. Pero nadie puede medir el altísimo coste que tendrá el confinamiento para quienes lo están viviendo en entornos difíciles, en situaciones de pobreza o de mala convivencia dentro del hogar. Como tampoco conocemos la capacidad de resistencia de la sociedad a medida que avancen los días de enclaustramiento. Ni la intensidad de la crisis que provoca la pandemia.

La responsabilidad política pierde. El civismo de la mayoría contrasta con la utilización política de la tragedia por parte de algunos. Ya lo hicieron con los atentados de Barcelona y Cambrils. La desgracia de todos, convertida en arma partidista; en las redes y en algunos medios de comunicación. La amenaza del coronavirus es global. Interpela a toda la humanidad. Pero los de siempre, hacen lo de siempre: “Nosotros y los otros, los buenos y los malos”. Incluso con los científicos, que deberían estar por encima de cualquier debate político. Una vez más, la audiencia que reciben determinados personajes públicos nos hace pensar en la degradación ética de nuestros males.

Y el gran dilema. A escala global, de esta crisis podemos salir reforzados los ciudadanos, con la movilización cívica como motor político para dotar a la sociedad de más herramientas de protección. Con más solidaridad económica, con más recursos para sanidad y educación. O puede pasar todo lo contrario. Que, atrapados por la incertidumbre, por el miedo, cedamos nuestros derechos a los poderosos. Qué surjan regímenes autoritarios, que pongan la vigilancia por encima de la responsabilidad personal. De los estragos de la pandemia, puede surgir un mundo donde prevalezca el cierre, las fronteras, el aislamiento identitario… O una humanidad que, consciente de que se enfrenta a una amenaza global, opte por la cooperación y la fraternidad entre naciones. Este es el gran dilema que queda en el aire cinco meses después de que un virus cambiase el mundo.

Este artículo ha sido publicado originalmente en Diari de Tarragona

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