Los primeros días del confinamiento me gustaban mucho los mensajes del “todo irá bien”. Canciones optimistas con dibujos alegres, arco iris, deseos de volver a abrazar y el convencimiento de que todo esto sólo habrá sido un paréntesis en nuestras vidas. Así como pasan los días, me he dado cuenta de que “todo irá bien” no lo podemos decir a todo el mundo. No lo podemos decir a los que ahora ya no les ha ido bien: a los que ya tienen muertos en la familia y entre los amigos, a los que han perdido el trabajo, a los que no saben si podrán volver a abrir su tienda de barrio… A todos ellos, decirles “todo irá bien” es como mínimo una declaración carente de empatía.
Después han ido llegando los mensajes de “nada será igual” y nos hacen dar cuenta que nos encontramos ante un giro decisivo de la historia, de un momento apasionante a partir del cual ya siempre hablaremos de “antes de” y “después de”. Entre estas opiniones del “nada será igual”, están las que dan por hecho un cambio en positivo: tenderemos a un mundo más ecológico, más solidario, valoraremos más las pequeñas cosas y sobre todo las cosas necesarias y prescindiremos del resto, compraremos en el comercio local, cuidaremos a los abuelos, valoraremos más el sistema sanitario público, aprovecharemos la oportunidad no para restablecer el orden precedente sino para crear uno nuevo…
También están las opiniones que prevén un cambio en negativo o alertan de las consecuencias nefastas que pueden tener lugar: pérdida de libertades, más control de los estados sobre los individuos, percibir a los demás como una amenaza, empobrecimiento generalizado, más precariedad… Desde una isla con la economía basada en el turismo de masas, los cambios en negativo se ven muy posibles, tan acostumbrados como estamos a ver los intereses de los poderosos por encima de las necesidades ecológicas de preservación nuestro medio y de las necesidades de las personas.
Desde una isla con la economía basada en el turismo de masas, destacan los cambios en negativo, tan acostumbrados como estamos a ver los intereses de los poderosos por encima de las necesidades ecológicas y de las personas
En medio de estos temores y de estas incertidumbres vive todo el mundo educativo: los alumnos, las familias, los maestros, la administración educativa… En mi pequeño barrio de pueblo viven cuatro enseñantes en activo: una profesora universitaria, una profesora de secundaria, una maestra de primaria y una educadora de guardería. Hablamos un poco por whatsapp y un poco a gritos desde las azoteas y balcones. Cada una lo está viviendo de manera diferente, todas preocupadas por sus alumnos y conscientes de las diferencias que se viven en los hogares.
La profesora universitaria se pasa el día pegada al ordenador: da clases virtuales, prepara tareas, responde preguntas y consultas de los alumnos … y me dice que añora las clases presenciales. Hace tanto trabajo que no tiene ni tiempo de responder los mensajes de los amigos. La profesora de instituto hace cada día una tutoría con su grupo de adolescentes de ESO, los motiva para hacer una vida activa (¡les ha dicho que no quiere ver ningún pijama!) Y les propone actividades sin presiones de evaluación, intentando que encuentren el gusto de leer y de aprender.
Se coordina con sus compañeros y piensan qué harán todos juntos cuando se puedan volver a ver. La maestra de primaria hace lo que puede. Trate de mantener el contacto con todos los niños y niñas de su grupo, que tienen escasos ocho años, y con sus familias, pero sabe muy bien que en esta edad los niños aprenden en estrecho contacto unos con otros y cómo es de importante un gesto o una mirada en el momento oportuno. “No me gusta ser la maestra virtual de mis niños”, me ha dicho. Y es que ella no quiere ser una maestra a distancia.
La maestra sabe muy bien que en esta edad los niños aprenden en estrecho contacto unos con otros y lo importante que es un gesto o una mirada en el momento oportuno
Quiere ver cómo crecen y aprenden con las interacciones entre ellos. La maestra de jardín de infancia sólo puede enviar a los niños algún vídeo en el que les explica un cuento o canta una canción y los padres se lo muestran cuando lo encuentran oportuno. Añora los niños y se pregunta por las circunstancias de sus familias. A nivel laboral es la que lo tiene más difícil ya que la guardería donde trabaja es privada, han hecho un ERTE y no es seguro que el centro vuelva a abrir porque muchas familias habrán perdido el trabajo y no podrán pagar las cuotas.
Cuatro maestros diferentes, cuatro niveles educativos, múltiples situaciones familiares. ¿Cómo será la enseñanza después de eso? Algunos dicen que todo volverá a ser como antes, hay quien dice que ganará peso la enseñanza a distancia. En medio de esta situación que ha dado la vuelta a nuestro mundo cotidiano de un día para otro, los profesionales de la educación, tras el susto inicial, se esfuerzan. Aprovechan la parada para aprender, para plantearse solos y en equipo, cómo reanudarán el trabajo en los centros, qué valores sobrevivirán a la sacudida y qué valores querrán promover.
Se esfuerzan por utilizar las tecnologías a pesar de ver sus carencias, procurando que todo el mundo sea tenido en cuenta. No se trata de competir a ver quién elabora el recurso más espectacular, ni quien hace el mejor vídeo sino de acompañar a niños, jóvenes y familias haciéndoles sentir que sus maestros piensan en ellos y que están ahí para ayudarles. Han entendido que no se trata de salvar el currículum sino que se trata de salvar las personas.


