Han pasado dos meses, y, aunque la evolución de la pandemia, al menos estadísticamente, parece positiva, es obvio que los riesgos persisten. Sin embargo, desde la semana pasada vemos pronunciamientos a favor de una reapertura de los centros -expresados en términos deliberadamente confusos- antes de la finalización de este curso. Personas de la órbita de izquierdas como Roger Palà, o del neoliberalismo falsamente progresista como el entorno de la Fundació Bofill, consideran que hay que abrir con urgencia las escuelas.
El principal argumento es la necesidad de mitigar las diferencias sociales que aporta el confinamiento, acortar la brecha entre familias con gran diferencia de capital cultural. Complementaria a estas razones, algunos columnistas, con argumentos pedagogistas, aducen la necesidad de rehacer vínculos emocionales con compañeros de clase y maestros. En voz más baja, aunque probablemente con más insistencia e interés, aparece la necesidad de la conciliación respecto a unas familias más presionadas respecto a las obligaciones laborales, y de rebote, mayores presiones empresariales para reimponer la presencialidad. En este último caso, incluso algunos amigos me llaman para saber si sé de algunas novedades al respecto.
No voy a entrar en la cuestión de la dimensión parking de las escuelas, especialmente en los niveles elementales, e incluso en la educación no obligatoria. Hasta cierto punto, resulta humanamente comprensible. Sin embargo, en todo este juego subterráneo de rumores, globos sonda y presiones, detecto la misma hipocresía que suele presidir los debates educativos. La preocupación por los efectos, a nivel de desigualdades sociales, que provoca la ausencia de escuela, parece cínica cuando algunos de estos mismos actores no se han preocupado por acabar con la doble red (triple, si contamos con los centros públicos que se gestionan como los privados), que miran hacia otro lado cuando se acepta un sistema fundamentado en la segregación (que impide el intervencionismo a la administración para la consolidación de guetos por abajo, y también por arriba),
No hagamos más grande el drama actual. Nuestros jóvenes y adolescentes, dentro de unos años no sufrirán ninguna secuela educativa y superarán en conocimiento y competencia nuestra generación
No sufran. Más allá del impacto psicológico por la situación de excepcionalidad que todos vivimos, la capacidad de niños y adolescentes para recuperar el tiempo perdido es más amplia de lo que podríamos admitir. ¿Cuántos alumnos hemos conocido que han sido golpeados por enfermedades graves, que han sido hospitalizados o confinados domiciliariamente durante meses o cursos enteros y lo han superado? ¿Cuántos de nosotros conocemos a alguien que, por circunstancias diversas, perdió todo el curso, y hoy ese lapso de tiempo representa un confuso recuerdo?
Para compensar estos meses extraños, todo es cuestión de buena voluntad, trabajo y comprensión, factores que normalmente no faltan entre un profesorado, en términos generales, concienciado. La pandemia pasará, y estos meses serán archivados en algún rincón de la memoria, como ocurre con tantos otros episodios vitales. No hagamos más grande el drama actual. Nuestros jóvenes y adolescentes, dentro de diez, veinte, treinta años no sufrirán ninguna secuela educativa y superarán en conocimiento y competencia nuestra generación.
En cuanto a las angustias de los mayores, la tentación de volver antes de tiempo resulta peligrosa. No sólo porque las experiencias de la cercana Francia no están funcionando, sino porque es un riesgo que genera terribles dilemas morales. Es posible que en el regreso de la escuela en las próximas semanas no pase nada, que la evolución de la enfermedad vaya mejor y que no tenga efectos en la comunidad educativa. Sin embargo, ¿y si no es así? ¿Y si algunos niños enferman? ¿Y si transmiten la enfermedad a padres, hermanos, abuelos, vecinos, profesores? ¿Y si hay muertos, o la enfermedad deja secuelas irreversibles?
El principio de prudencia se impondrá. El daño que representa seis meses sin escuela no puede ser comparable a tener que lamentar la pérdida de vidas humanas. Una sola, ya sería terrible. Como padres, ¿no deberíamos reflexionar sobre los riesgos de un retorno prematuro? Por algunas semanas de paz y tranquilidad, ¿tendremos que pagar el precio terrible del arrepentimiento para siempre? Un regreso precipitado a la escuela no es ningún juego.
El sistema educativo, contra el argumentario superficial de algunos opinadores educativos, no crea desigualdades. Sólo las refleja. Hay desigualdades en la escuela, porque sufrimos un sistema social y económico profundamente perverso e irracional
El sistema educativo, contra el argumentario superficial de algunos opinadores educativos, no crea desigualdades. Sólo las refleja. Hay desigualdades en la escuela, porque sufrimos un sistema social y económico profundamente perverso e irracional. Las desigualdades, mayores hoy que hace veinte años, las crean las reformas laborales, la instalación cotidiana de la precariedad, la especulación inmobiliaria que genera segregación residencial, la desregulación de la nueva economía, los salarios de miseria, la ridiculez de políticas sociales, las barreras infranqueables de las tasas educativas, el racismo, los prejuicios, y determinadas prácticas que las padece cualquier estudiante, como la verdad innegable que el capital social es más determinante que el talento. O, explicado de otro modo: para encontrar un buen trabajo, es más útil un buen apellido que un par de doctorados. Y no hay escuela que pueda revertir o combatir este estado de cosas.
Como más de tres décadas en el sistema educativo me han convertido en un escéptico que no se deja deslumbrar por discursos bonitos, y que, al conocer iniciativas brillantes e innovadoras, tiendo a pensar en el cui prodest, me parece que el discurso buenista que sirve para justificar un retorno prematuro tiene intereses más profundos e inconfesables que unas desigualdades que, en realidad, nadie se toma en serio. La escuela concertada -y los lobbies asociados- como empresas que son, viven en una situación empresarialmente complicada. Todo el mundo sabe que los conciertos cubren los salarios de los docentes y una asignación para el funcionamiento normal del centro. Esto significa que todos aquellos elementos y actividades que abastecen de ganancias la cuenta de resultados -las cuotas ilegales, los sobreprecios de los comedores escolares o las actividades extraescolares, el espacio de guardería- se han paralizado.
Tiendo a pensar que el discurso buenista para justificar un retorno prematuro tiene intereses más profundos e inconfesables: la escuela concertada -y los lobbies asociados- como empresas que son, están en una situación complicada
Esto ha llevado a tratar de requisar un porcentaje de los salarios de los docentes -que con nuestros impuestos, pagamos entre todos- para disponer de ingresos. Teniendo en cuenta que la administración -española o catalana- no está haciendo nada para nadie, su nivel de angustia propicia una ofensiva mediática para presionar a la opinión pública, a pesar de que nos empuje a tomar una decisión que podría tener consecuencias letales. El dilema terrible entre los beneficios o la vida. Ahora mismo no podemos hacer debates educativos. Estamos condenados a hacer debates éticos.
Las desigualdades sólo las podemos combatir con eficacia desde fuera de la escuela. Desgraciadamente, y conociendo el esfuerzo consciente de la inmensa mayoría de profesionales para luchar contra la injusticia social, obtiene migrados resultados, porque, no nos engañemos, las políticas educativas más eficaces se hacen fuera de la escuela, y tienen nombres como ” renta Básica Universal”, trabajo garantizado, vivienda pública, gratuidad educativa, ratios bajas o gasto social. Volver precipitadamente a la escuela no creemos que aporte suficientes beneficios sociales o emocionales que puedan compensar los terribles riesgos físicos que conlleva.


