Hace sólo un mes y desde casa, Rosa Maria Sardà hablaba con el periodista Jordi Évole con claridad y sin afectación sobre cómo ha estado viviendo la enfermedad que la alejó de su gran pasión, los escenarios, y que se la ha llevado con la sensación de que ha sido demasiado pronto: “El cáncer siempre gana”.
No iba desencaminada. El cáncer ha vuelto a ganar para teñir de negro este jueves 11 de junio. La actriz ha fallecido a los 78 años tras una larga lucha contra el cáncer linfático que le diagnosticaron hace seis años. Se ha ido un icono de la interpretación, multipremiada, querida, pero también incómoda, que se ganó el respeto de todos.
Fue una mujer que siempre habló sin rodeos, claro y bien alto, pero que supo mantener los límites entre su vida pública y su vida personal. El 2019, la intérprete se vio con fuerzas de confesarse en unas memorias en las que puso por título Un incidente sin importancia (Ediciones 62). En sus páginas descansa la esencia de una de las actrices más completas y versátiles de nuestra escena.
Su ironía y su sentido del humor descreído y mordaz la ayudaron a ganarse el afecto del público, pero ‘la Sardà’, como la llamaban muchos, era más que una humorista, era una gran actriz, capaz de elevar el nivel de cualquier producción en la que se involucrara, ya fuera de cine, teatro o televisión, porque ningún terreno tenía secretos para ella.
Rosa Maria Sardà amaba el teatro porque los vínculos de la familia con el mundo del espectáculo -sus abuelos ya formaban parte de una estirpe de cómicos- la acompañaron hacia la interpretación. Aprendió el oficio de muy pequeña. “Pensar que el mejor personaje debe llegar hace que hagas este lo mejor posible, dando el máximo, siempre con la vista puesta en el futuro, viendo cómo evoluciona el teatro y qué te pide la partitura”, confesaba.
De formación autodidacta, desde los sesenta ya pisaba escenarios de teatro profesional con diversas compañías -con Dora Santacreu o Pau Garsaball- y ya a finales de los setenta protagoniza algunas de las obras de teatro filmadas por TVE Catalunya como Una vella, coneguda olor, de Josep Maria Benet i Jornet o uno de sus papeles más recordados y celebrados, Antonia de la Rambla de les floristes de Josep Maria de Sagarra.
A mediados de los ochenta, Rosa Maria Sardà ya era una de las caras más populares de la televisión española. En la pequeña pantalla nos hizo mear de risa con el programa Ahí te quiero ver. Uno de los momentos más esperados, imposible no recordarlos, eran las conversaciones entre Honorato y su mujer, a quien daban vida Enric Pous y la misma Sardà.
Luis García Berlanga -con quien trabajó en Moros y cristianos (1987) – dijo de ella que era “la más grande”. Ganó dos premios Goya como Mejor Actriz de Reparto por ¿Por qué le llaman amor Cuando Quieren Decir sexo? (Manuel Gómez Pereira, 1993) y Sin verguenza (Joaquín Oristrell, 2001). Los años noventa fueron los más prolíficos para la actriz con grandes éxitos como Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997), La niña de tus ojos (Fernando Trueba, 1998), Actrius (Ventura Pons, 1998) y Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999).
Sardà, que nunca bajó del todo los escenarios, interpretó obras de autores y directores como Terenci Moix, Josep Maria Benet, Lluís Pascual, Adolfo Marsillach, y Mario Gas, entre otros. Con Wit obtuvo el Premio Max a la Mejor Actriz Protagonista y con La casa de Bernarda Alba -con un trabajo inmenso en el papel de Poncia- el Premio de la Unión de Actores.
“Cada uno es un trabajo diferente que se afronta desde la experiencia. En este oficio lo que vale es el trabajo y la dedicación”, defendía. Rosa Maria Sardà brilló en el teatro, el cine y la televisión. Era una actriz capaz de hacer reír, de hacer llorar, transformando con astucia el guión en admiración. Y después de ‘La Sardà’, ¿qué? No hay más actrices con su arte hecho carácter.


