Jordi Raich Curcó (Barcelona, 1963) es lo que podríamos llamar el cooperante integral. Su vida sobraría para abastecer cualquier guion televisivo durante varias temporadas: ha gestionado epidemias, ha coordinado la respuesta internacional en terremotos y hambrunas, se ha desempeñado en guerras abiertas y ha mediado en procesos de paz en países de todo el mundo.

Durante 40 años ha trabajado en escenarios como Guinea Ecuatorial, Perú, El Salvador, Kenia, Somalia, Ruanda, Burundi, Uganda, Angola, Mozambique, Mauritania, Georgia, Guatemala, el antiguo Zaire, la antigua Yugoslavia, Afganistán –donde residió tres años–, Pakistán, la Base naval estadounidense de Guantánamo (Cuba), Tayikistán, Sierra Leona, Liberia, Israel, Palestina, Líbano, Sudán, Sudán del Sur, Colombia, Panamá, Honduras y México, ya fuera con la ONG Médicos Sin Fronteras o como jefe de la delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).

Como al resto de los mortales, nunca le había tocado vivir una pandemia, pero las consecuencias transversales de la Covid-19 le han sorprendido en México tras una misión en Sudán del Sur, haciendo saltar por los aires las prioridades y el sistema de trabajo aplicado hasta ahora.

Parece solo el principio de una nueva etapa de incertidumbre. Antes de la Covid, Donald Trump ya había anunciado recortes en la ayuda internacional, congelando programas del USAID. La pandemia no ha hecho más que empeorar la situación, siempre al límite, del mundo de la cooperación dependiente de las ayudas internacionales.

El Programa de la ONU para la Alimentación ha advertido de una hambruna “de proporciones bíblicas” en el cuerno de Africa. En América Latina o Asia, millones de personas dependen de la economía informal y no pueden confinarse para protegerse del virus. Campos de refugiados y prisiones, donde el hacinamiento y las condiciones insalubres son la norma, se perfilan como focos infecciosos –ya han encontrado casos en los superpoblados campamentos rohingya de Bangladesh– y en países sumidos en guerras abiertas, como Siria y Yemen, los sistemas sanitarios colapsaron hace años.

La Covid-19 es un drama para Occidente y una amenaza ingente fuera de nuestras fronteras, pero ante la amenaza de crisis económica y nuestros propios muertos optamos por mirar hacia otro lado. Los ingentes recursos destinados a la investigación de la cura dejan bajo mínimos las campañas de vacunación de enfermedades curables en el mundo menos afortunado. El control de nuestra pandemia amenaza con resucitar enfermedades casi desaparecidas que terminarán regresando a nosotros, porque los virus no conocen fronteras y las personas no saben aceptar una muerte incierta por inanición sin tratar de emigrar para salvarse. Incluso la directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, admitió hace semanas que las vidas de millones de personas penden ahora más que nunca de un hilo, y que las estimaciones que llegan de muchos países “son aún peores de las previsiones más pesimistas”.

Durante 40 años, ha recorrido el mundo prestando asistencia a comunidades vulnerables en situaciones dramáticas, conflictos armados, procesos políticos, desastres naturales… Como experto en tragedias, ¿qué nos ha enseñado la Covid-19?

Lee la entrevista completa en La Marea

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