En el año 2000, cuando trabajaba en un reportaje sobre el golpe de Estado del 23-F, entrevisté a Sabino Fernández Campo, secretario general de la Casa del Rey en el 1981 y uno de los más leales servidores de Juan Carlos I durante décadas.
Por aquel entonces ya no servía en el palacio de la Zarzuela, donde se enteró de que Juan Carlos I iba a prescindir de él durante una cena entre el Rey y su esposa en la que él estaba presente: “Sofi, querida, ¿sabes que Sabino nos va dejar muy pronto?”. Durante la entrevista para el reportaje, que se emitió en el 2001 en TV3 y La Sexta, pregunté a Fernández Campo acerca de las claves secretas de la intentona involucionista y también sobre las razones de su fracaso. Con flemática corrección, aquel general del Cuerpo de Intervención del Ejército me respondió, como era de prever, más o menos lo mismo que había contestado a los pocos colegas que habían tenido la oportunidad de requerirle lo mismo en anteriores ocasiones: “Quien busca afanosamente la verdad corre el riesgo de encontrarla”.
Todo un aviso educado para que los periodistas no nos metiésemos en según qué jardines prohibidos para la plebe.
Ahora que, sin buscarlas afanosamente, hemos podido encontrarnos con “otras” verdades nada dignas del rey emérito, adquiere para mí un significado especial e inquietante la advertencia de Sabino, que se llevó a la tumba innumerables arcanos de la Zarzuela (amistades peligrosas de alcoba, de yate y de cuentas bancarias) antes de ser destituido y menospreciado por quien fuera su patrón durante décadas. Un destino parecido al que sufrieron Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda, que fueron utilizados por el monarca para desactivar los núcleos más resistentes del franquismo y, una vez logrado el objetivo, convenientemente ninguneados por los heraldos del reino.
Hace muchos años que, a pesar de las advertencias explícitas de los guardianes del establishment y las amenazas implícitas de los apologetas de la transición, deberíamos habernos arriesgado a conocer antes la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre Juan Carlos de Borbón y Borbón.
Durante demasiados lustros, por vanidad, codicia o ambición, políticos, empresarios, intelectuales, periodistas y artistas hemos intentado ser en demasiadas ocasiones aprendices de cortesano, embriagados por el discreto aroma del poder que emanaba de las maderas nobles del palacio de la Zarzuela. Y ahora nos escandalizamos como fariseos porque comprobamos -tarde y mal- que también huele a cloacas del Estado.


