Con motivo del 30 aniversario de la matanza de Vitoria, en marzo de 2006 la revista Sin Permiso publicó este artículo de Iñaki Uribarri. Volvemos a reproducirlo pocos días después de conocerse las declaraciones y escritos de ex-presidentes del gobierno español vivos (o sea, PP-PSOE), ex-secretarios generales de CCOO y UGT y tutti quanti, en defensa del franquista Martín Villa, contra el cual pesa una denuncia de crímenes contra la humanidad por la masacre de Vitoria-Gasteiz de 1976 en medio de una gran lucha obrera, entre otros delitos. La justicia argentina es la encargada ante la reconocida incapacidad y falta de voluntad de la justicia española de actuar cuando se trata de las libertades democráticas. La defensa de la “Transición” de los defensores de Martín Villa es un documento para la vergüenza. Difícil sería encontrar muestras de mayor bajeza política. Vale la pena rememorar la masacre de Vitoria-Gasteiz tan bien relatada por Iñaki Uribarri, una de las acusaciones que pesan sobre el franquista Martín Villa, modelo de político de la “Transición” como dicen sus defensores. SP
El 3 de marzo de 1976 la policía mataba en Vitoria a 5 trabajadores y hería a más de 100; 20 de ellos de gravedad. Ese día, miércoles de ceniza, se había convocado una huelga general que estaba siendo seguida de forma casi absoluta en fábricas y otros centros de trabajo, centros de estudio, comercios, bares, etc. La ciudad, paralizada desde primeras horas de la mañana, había conocido ya antes de la matanza que tendría lugar en la asamblea celebrada en la iglesia de San Francisco, duros enfrentamientos con la policía con el saldo de algunos heridos de bala.
En el desalojo de la asamblea obrera de la iglesia de San Francisco (5.000 asistentes en el interior y varios miles en el exterior a los que la policía no dejó entrar), la policía disparó balas a mansalva. Pedro María Martínez Ocio, de 27 años y Francisco Aznar, de 17, murieron allí mismo. Romualdo Barroso, herido por una ráfaga de arma automática al escapar por una ventana de la iglesia, moría a las 11 de aquella noche y Bienvenido Perea, de 30 años, también herido en San Francisco, moriría dos meses después, el 5 de mayo de 1976. Todavía habría un muerto más en Vitoria. José García Castillo, de 32 años, fue baleado por la policía cuando intentaba retirar su coche de una barricada y murió el domingo día 7. Cerraría la cuenta fúnebre de aquellos días Vicente Antón Ferrero, trabajador de 18 años, muerto por la Guardia Civil en Basauri (Vizcaya), en la huelga general del lunes 8 de marzo, cuya convocatoria cosechó en el conjunto de Euskadi el nivel de paro y movilización más alto nunca alcanzado hasta entonces.
Justicia para las víctimas
La del 3 de marzo era la tercera huelga general que se convocaba a lo largo del proceso huelguístico iniciado a principios de enero de 1976, iniciado a raíz de la revisión salarial que, en casi todas las fábricas coincidía con la entrada del año. Seguramente sin los muertos y los heridos, esta larga lucha de la clase obrera vitoriana no hubiera adquirido el carácter de símbolo que hoy tiene. Y es lógico que así sea, pero no sólo por el marchamo épico que da la muerte a los acontecimientos históricos, sino porque el broche ultra represivo que puso el poder de la época a aquella huelga obrera, era plenamente coherente con los momentos políticos que se vivían.
El broche ultra represivo que puso el poder de la época a aquella huelga obrera era plenamente coherente con los momentos políticos que se vivían
Hoy, a treinta años de distancia de aquellos hechos, el símbolo de la represión sigue siendo el menos asimilable por los poderosos de turno. Todavía no se quiere aceptar que aquella fue una masacre de gente pacífica, que la integridad física de la policía en ningún momento peligró y que, lo que de verdad explica que los acontecimientos acabaran en un baño de sangre, fue la decisión política que se había tomado de cortar una dinámica de lucha que se había convertido en bastante desestabilizadora y que amenazaba con crear escuela en otras zonas de Euskadi y del Estado.
Que todavía esté vivo y políticamente activo un personaje como Fraga que, desde su cargo de Ministro del Interior de la época tanto tuvo que ver con la represión de entonces (“la calle es mía” se convertiría en su frase emblemática), hace más difícil buscar una salida aceptable para restañar en parte aquella herida. El hecho de que se siga negando cualquier derecho a que las víctimas del tres de marzo sean indemnizadas porque eso sería encajar dicha indemnización en alguna instancia de la Administración a la que se debería considerar culpable (o cuando menos responsable), dice mucho sobre la miseria de la transición.
Venimos comprobando desde hace años cómo se ha puesto en marcha un proceso de revisión histórica destinado a lavar la cara de la transición y de paso de la dictadura. Este proceso ha adquirido cotas notables de falseamiento histórico. Parece que sólo una minoría de resentidos, ubicados a sí mismos en el bando de los derrotados, reacciona contra la interpretación al uso de la transición como un modelo de buen hacer democrático para desembarazarse de una dictadura. Atrapados por las diversas fases de pactos y negociaciones que se desarrollaron en aquellos años cruciales de la transición, sobre todo en 1976 y 1977, la mayoría de la izquierda lo tiene bastante mal para trasladar a las nuevas generaciones una imagen veraz de los pelos que hubo que dejar en la gatera de esta nueva democracia española.
Parece que sólo una minoría de resentidos, ubicados a sí mismos en el bando de los derrotados, reacciona contra la interpretación al uso de la transición como un modelo de buen hacer democrático para desembarazarse de una dictadura
Bien mirado no se trata de un problema menor. Para los vencedores los símbolos no son muy importantes. Como mucho cumplen un papel funcional. Para los derrotados los símbolos son vitales. Hablan de aquello por lo que se luchó y no se alcanzó, de lo que pudo ser y no fue, de lo que está pendiente. Los símbolos remiten a una interpretación distinta de la historia a la que explican los vencedores. Esos símbolos, si encarnan en nuevas generaciones, aunque sea de forma minoritaria, generarán el efecto positivo no sólo de mantener la exigencia de la restauración de la justicia debida a las víctimas, sino señalarán un camino, unas metas y unos ideales.
Este articulo fue publicado previamente en la revista Sin Permiso. Léelo completo aquí


