A pesar de todo esto, la inhabilitación del President Torra no deja de ser una acción desproporcionada que haría avergonzar cualquier demócrata. Son los Parlamentos democráticos quienes invisten y destituyen a los Presidentes, en sistemas parlamentarios. Deshacer un gobierno autonómico y abocarlo a la celebración de unas elecciones como consecuencia de una resolución judicial es ciertamente preocupante. Más allá de sí se han de colgar pancartas en edificios gubernamentales en periodo electoral, parece evidente que esta falta -administrativa, como mucho- no debería tener suficiente fuerza como para sustituir el principio democrático. La desproporción es tan clara que no tiene precedentes.
Esta desproporción ha sido certificada por el Tribunal Supremo, que ha ratificado la inhabilitación de Torra por unanimidad. Al mismo tiempo, la decisión judicial ha sido celebrada por los principales líderes políticos de la derecha española: naranja, verde y azul. De hecho, Ciudadanos y el PP -ambos- reivindican haber sido el partido político que trajo la pancarta a los tribunales. En fin. Todo aquello que suene en Cataluña se ha convertido en el enemigo a batir de las fuerzas conservadoras del Estado. No importa que haya voluntad de diálogo, que la Generalitat esté gestionando la crisis sanitaria o que los presos políticos hayan sido sentenciados duramente. Para ellos nunca hay bastante. La derecha ha utilizado su presencia hegemónica en los tribunales para complicar las cosas, desgastar las instituciones de autogobierno y polarizar nuevamente el panorama político. Cuando no ganan en las urnas, dejan que actúe la tercera cámara: el estamento judicial.
Es absurdo que, en plena pandemia, un Tribunal fije el calendario electoral para las elecciones en el Parlamento de Cataluña. En lenguaje médico, es síntoma de una importante regresión democrática. El Madrid político ha normalizado la persecución de aquellos que no comulgan con el mensaje promovido por la derecha, la monarquía y la judicatura. Obviamente, el independentismo se encuentra a las antípodas de este poder, pero sus amenazas represivas van más allá. La semana pasada observábamos como el Poder Judicial criticaba abiertamente al gobierno del PSOE y Podemos por la ausencia de Felipe VI en la entrega de despachos de la Escuela Judicial del Estado, con sede en Barcelona. La caverna mediática hablaba de un “Rey confinado”, cargando tintas contra el ejecutivo español. Posteriormente, se supo que el Presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, había mantenido una llamada telefónica con el monarca donde este le había transmitido que le hubiera gustado participar del acto. Una interpretación digna del Teatro Real. La monarquía y la judicatura, por lo tanto, parecían liderar la oposición en el gobierno progresista mientras los líderes del trifachito gritaban consignas en platós y redes sociales.
El poder de las fuerzas conservadoras del Estado va más allá de la aritmética parlamentaria. No sólo son capaces de marcar la agenda pública o de conseguir que el PSOE vote el 155. La judicatura, la monarquía y las fuerzas reaccionarias del Estado condicionan a Moncloa y descabalgan Presidentes autonómicos. Un poder fáctico verdaderamente vivo. La desproporción es la otra cara de la impunidad, de aquellos que ejercen sus funciones sin fiscalización, con arbitrariedad y venganza. Los mismos que hoy dicen que “todos somos iguales ante la ley” días atrás decían que Joan Carles de Borbón marchaba de España porque le apetecía. El cinismo del poder.
La Presidencia de Torra ha transcurrido a contracorriente, en un gobierno de coalición donde el peso político de su ejecutivo lo han ejercido Esquerra Republicana y Waterloo. Se abre un nuevo periodo en Cataluña que dependerá de las elecciones que tendrán lugar a principios del año 2021. Mientras tanto, el gobierno interino se tendrá que centrar en la recuperación económica y en la pandemia. El sobiranismo, por su parte, tendrá que recuperar y reconstruir su discurso social y el resta de actores habrán de asumir que el fin abrupto y apresurado de esta legislatura no beneficia nadie. Sólo es el síntoma de una regresión democrática en el Estado que no parece encontrar freno.


