Las élites destructivas son el drama de Barcelona, ​​de Catalunya y de España. Quizá también de todo el mundo, si bien en unos países más que en otros. Cada vez más la política es controlada por unas élites que en lugar de servir a la ciudad, o el país, están sencillamente destruyéndolo, ya sea por incompetencia, por ideología o por enriquecerse. 

En Venezuela, en Nicaragua, la estrategia es sencilla: promover la desaparición de las clases medias y los sectores emprendedores para conseguir una élite -los miembros del partido- que controle el engranaje de la sociedad, como hicieron los comunistas en los países de Europa del Este tras la II Guerra Mundial. Trump y Johnson son el ejemplo de unas élites que, por ideología y / o para enriquecerse, están destruyendo la convivencia y las estructuras de cohesión social de sus países. 

En Cataluña y en España, desgraciadamente, nos encontramos con unas élites destructivas que actúan o bien por incompetencia -caso de los Comuns en Barcelona y Podemos en España-, o por incompetencia y por ideología -caso de ERC, JXC y las CUP-, y también, algunos, además, para enriquecerse -caso del PP y CDC. Este es, repito, el drama de nuestro país.

Acemoglu y Robinson hace casi diez años publicaron un libro, Porqué fracasan las naciones, que tuvo un fuerte impacto en el debate político. En este libro se oponían las élites “inclusivas” a las élites “extractivas”. Las primeras promocionaban la cohesión social y el reparto equitativo de la riqueza, y así se fortalecían los estados y las sociedades; las segundas, por el contrario, extraían los activos de la sociedad para enriquecer a un grupo muy minoritario del Estado, aspecto que comportaba una rotura progresiva de la convivencia. Aunque el concepto de élite “extractiva” está muy bien formulado y justifica suficientemente bien el daño que estas élites pueden hacer a un país concreto, prefiero el concepto de “élites destructivas”, porque el término es más preciso.

 

¿Cuáles son las razones de este deterioro profundo de las élites?

 

En primer lugar, la corrupción y el abuso de poder derivado de la pérdida de la dimensión moral de todo servicio público. La pérdida de esta dimensión es la principal razón de la emergencia de estas élites destructivas. Sin una evidencia moral que sustente el compromiso político, el abuso de poder y la corrupción emergen por todas partes, como ya hemos podido ver desgraciadamente a lo largo de todos estos años. En este sentido, la formación ética de futuras élites aparece como una urgencia ineludible de cara al presente y el futuro.

En segundo lugar, la crisis de los partidos políticos. En las democracias occidentales ha existido la caída de los partidos políticos que, a pesar de todas sus deficiencias, habían ayudado a consolidar un modelo democrático y social suficientemente sólido y redistributivo de la renta. Los partidos herederos de la posguerra han ido rompiéndose, sufriendo diferentes crisis, muchas veces consecuencia de la corrupción y de sus peleas internas. 

Una de las funciones esenciales de los partidos es la formación de las élites políticas, que en lenguaje sencillo significa la selección del personal que deberá asumir tareas de servicio público. Con la crisis de los partidos, han aparecido nuevas mediaciones para la selección de las élites: la televisión y los grupos mediáticos -recordemos los casos Berlusconi, Trump, Vox-, los movimientos sociales y/o populistas -Podemos, Siriza, el Procés en Catalunya con ANC y Òmnium, los líderes de la extrema derecha en centro Europa-, los grupos empresariales -Macron -. En las democracias representativas no se han inventado todavía instrumentos de participación política mejores para sustituir los partidos. La mayoría de intentos han fracasado o están en proceso de hacerlo.

En tercer lugar, están los nacional populismos que están abrazando media humanidad. Estos movimientos -que alguien podría definir como movimientos sociales- generalmente tienen una narrativa compartida: primero, identificar un enemigo a abatir como objetivo esencial, ya sea la inmigración, la Unión Europea, España o el establishment; segundo, un gran desprecio por la legalidad constitucional, la democracia representativa y el sistema de partidos; tercero, el culto por el líder y, finalmente, el uso de las fake news para extender su mensaje. Las élites emergentes de estos movimientos son generalmente efímeras, pero pueden hacer mucho daño a las sociedades que deben soportarlos.

En cuarto lugar, tenemos el deterioro cada día mayor de los sistemas de medios de comunicación de los países y el descuartizamiento de las audiencias en grupos estancos que sólo escuchan y siguen lo que les satisface. Catalunya es un ejemplo con la fragmentación de una parte de la población que sigue casi en exclusiva TV3. En Estados Unidos, es evidente con la Fox News y la audiencia republicana. Esta fragmentación radical, sin conexión entre las audiencias, es un factor decisivo en la fractura de la deliberación democrática en la esfera pública y la promoción de unas élites que sólo se han alimentado de una sola narrativa.

Y, finalmente, el quinto aspecto es la desaparición de los intelectuales como pensadores-en-libertad con mirada global. La principal razón que explica este deterioro de la condición de intelectual es triple: la conversión de muchos posibles pensadores en opinadores de todo y de nada, la especialización y burocratización de la universidad y sus sistemas de evaluación en el campo de las ciencias sociales y humanísticas que colapsa el pensamiento crítico y creativo y, tal vez la más importante, la renuncia a buscar la verdad, o la verdad más posible, a consecuencia de un relativismo general que se vive en todo.

Es urgente, si queremos dar un vuelco a la crítica situación de nuestra realidad, saber centrar las prioridades para ahora y para el futuro. Y quizás la prioritaria es saber educar y formar con exigencia, competencia, profesionalidad y sentido ético a las futuras élites de nuestro país.

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