El primer aspecto podría hacernos cavilar sobre una continuidad con la tradición cooperativista de los años veinte, cuando la ley de Casas Baratas propició la construcción de viviendas bajas, copadas por agrupaciones de oficios, de Montjuic a las cercanías de Vilapicina. 

Esta propuesta embelleció la ciudad, por suerte aún inmersa en inmuebles de baja densidad demográfica. Los huecos abundaban y las aspiraciones de estos colectivos encajaban con querer vivir mejor, tener un techo y una tranquilidad complementada con un rinconcito verde. En los años 30 el president Macià acuñó para ese optimismo cargado de realidad la expresión la caseta y l’hortet. En toda Cataluña, no sólo en Barcelona, proliferaban ciudades jardín. La guerra truncó esas esperanzas, según el tópico para siempre jamás.

Esto último queda desmentido por la urbanización Meridiana, obra del arquitecto Marià Romaní, quien retomó ese estilo con ciertos aires británicos y sobriedad italiana. Hablaremos más de su figura la próxima semana. Lo significativo es ubicarlas en la misteriosa década los cuarenta, y la respuesta está en los equilibrios del Franquismo, donde, además de querer vender una imagen, la Falange jugaba un papel esencial, y para contentarla debían tomarse iniciativas de esta raigambre. 

A nivel espacial la Urbanización Meridiana es un oasis único, un trecho inimitable antes de la verticalidad, visible en los horrendos bloques de la Meridiana, con frontera justo donde asomarían, son un poco posteriores, las fábricas con la rúbrica de Francesc Mitjans. Ahora mismo es una zona contradictoria por el tráfico rodado, cierta dispersión en sus estructuras y, sobre todo, la alegría de contemplar una unidad demasiado olvidada, condenada por su origen, pese al silencio sobre el mismo.

Para comprenderla un documento puede ayudarnos. La Obra sindical del Hogar estableció un reglamento para este grupo de viviendas protegidas, interesante por su espíritu inspirado sin duda en preceptos más propios de José Antonio, no por lo impasible del ademán, sino por ese punto corporativo y con tintes sociales del otro cuadro imperecedero en las escuelas españolas durante esa negra noche, cuando surgió aquello de Cristo rodeado de dos ladrones. 

Urbanización Meridiana | Jordi Corominas i Julián

José Antonio, más bien su retrato, sufrió defenestraciones en la Universidad de Barcelona justo cuando la Urbanización Meridiana acogía a sus primeros residentes, empapados de normas a cumplir. El capítulo 1 de las mismas se centra en su constitución, fines y duración, enfocados a la obtención de beneficios sociales para todos los beneficiarios con arreglo, aquí las palabras cuentan, a la legislación social nacionalsindicalista. 

Los afortunados habitantes debían esmerarse en organizar cooperativas y economatos, procurar el buen uso de sus pisos y alcanzar máximos niveles sanitarios mediante la higiene del conjunto, inmutable en su orden interno, prohibiéndose alterar el orden de las habitaciones por otro distinto al aprobado. El dormitorio, por poner un ejemplo diáfano, debía quedar como tal, y lo mismo acaecía con el comedor. Asimismo, estaba vetado colocar más camas de las contempladas y tampoco se podía instalar cualquier tipo de industria doméstica sin expresa autorización del Instituto Nacional de la Vivienda. 

Además de estos requisitos inquebrantables, por eso de adecuarme al léxico de esa época, las basuras debían evacuarse en cubos cerrados, las alfombras sólo podían ser sacudidas en la vía pública durante un horario fijado y nadie podía efectuar cotidianidades contrarias a la decencia, tales como desplumar aves, desollar o lavar artefactos. 

Lo estricto de este vasto decálogo se cerraba con un rechazo absoluto a ruidos de cualquier tipo, con cierto odio al gramófono, ofensas a la moral y el aviso de conservar el aspecto exterior de las fincas tal como se encontraron, penalizándose mutaciones cromáticas, colgadura de carteles y otros gajes típicos en cualquier calle del Universo.

Quien desnaturalizara esta amalgama podía ser sancionado con multas económicas y aperturas de expedientes a riesgo de perder sus privilegios. El librito, con su rutinario broche del yugo y las flechas, era un dechado de edición, no así el cumplimiento de su letra escrita. Para ratificarlo basta husmear un poco los anuncios clasificados de los periódicos, prueba sin mácula de laxitud, miseria y nacionalcatolicismo. Algunos vecinos extraviaron un perrito, otros vendían taxis o comerciaban con hierros. Saltarse la ley no es ninguna proeza heroica. Por eso mismo en 1951 un matrimonio publicó un breve para vender su domicilio. No sabemos si los pescaron. En caso de respuesta afirmativa podían haber alegado mil quejas, como comprobamos por una carta al director en La Vanguardia del 23 de agosto de 1962.

Urbanización Meridiana | Jordi Corominas i Julián

Durante el Franquismo la única crítica tolerada era la municipal, y el género epistolar en la prensa bien podía figurar en la misma como denuncia sin ambages de graves incumplimientos de derechos y deberes. Así debió calibrarlo Agustín Rubio Delclós, quien loaba la ejemplaridad del colectivo de la Urbanización mientras amonestaba con sutileza a las autoridades por haber instalado iluminación eléctrica en los alrededores sólo en 1961, quedando pendiente el alcantarillado, una petición justa desde el pago de una cuota mensual y el sueño, nunca aplazado, de conseguir una verdadera ciudad jardín, una isla aislada en decadencia para las arcas estatales desde el Congreso Eucarístico de 1952, cuando las dos mil setecientas diecinueve viviendas del Congreso reclamaron toda la atención desde otros cánones, mucho más elevados y precarios en materiales por aquello de cortar una cinta sin preocuparse por los ocupantes, inequívoco síntoma de una metamorfosis bien distante al cariz social de la década anterior.  

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