En el trasfondo del conflicto catalán (cada vez más prefiero de identificarlo así, porque el Procés es, en primer lugar, un conflicto entre catalanes y no entre Cataluña y España) existe una problemática de fondo entre dos principios: el de legalidad y el de legitimidad. ¿Cuáles son estos dos principios?

En los estados de Derecho, las democracias liberales, herederas del contractualismo y de las revoluciones americanas y francesa, prevalece siempre el principio de legalidad -en inglés the rule of law – hasta un punto en el que sólo puede ser legítimo, en la esfera pública, en la sociedad, lo que es legal. Legitimidad y legalidad se funden. No hay divergencias evidentes y cuando alguien levanta la bandera de una causa aparentemente legítima, que podría romper el orden constitucional, este debe utilizar los mecanismos constitucionales de reforma para llevarla a cabo.

Estos días, cerca de las elecciones presidenciales americanas, nos encontramos con lo absurdo del colegio electoral que permite que un presidente sea elegido con menos votos populares. Este anacronismo podría ser considerado ilegítimo, injusto, que no traduce los votos populares correctamente y que traiciona el espíritu, pero es la legalidad y, en la democracia americana, la legitimidad.

En Catalunya pasó algo similar en las elecciones al Parlament: todavía recuerdo la sorpresa de Pasqual Maragall en 1999 cuando con más votos no pudo ser investido presidente de la Generalitat. Sin ir tan lejos en el tiempo, en las últimas elecciones, el independentismo sacó menos votos populares y, con todo, mantiene el control del ejecutivo, porque no existe una traducción estrictamente proporcional entre el voto popular y el número de diputados. ¿Es legítimo, es justo que una mayoría parlamentaria con menos votos populares imponga sus leyes y el rumbo del país? No sé, en todo caso es la ley, es legal, y en una democracia es legítimo.

El principio de legalidad es nítido y claro. Es el marco que nos hemos inventado durante los siglos XIX y XX para poner fin al absolutismo, para evitar el uso arbitrario del poder, para evitar las dictaduras, para evitar caer en regimientos autoritarios o totalitarios. Y es el mejor antídoto contra los nacionales populismos que ahora nos rodean por todas partes.

¿Estas democracias liberales son perfectas? No. ¿Que en su seno hay injusticias, amenazas, desequilibrio? Sí. ¿Que son mejorables? Por supuesto. Pero estas democracias representativas, repito, con todas sus limitaciones, nos han mostrado que son, por ahora, el mejor de los sistemas de gobernanza de los últimos siglos. Siempre imperfectos, siempre mejorables.

En el mundo emerge cada día con más fuerza la narrativa de la necesidad de gobiernos fuertes para responder a la debilidad de las democracias representativas, siguiendo las huellas de Putin, Xi Jinping, Erdogan, Bolsonaro, Johson, Trump, Orban, entre otros; los cuatro últimos tratando de cambiar las leyes o haciendo un uso que podría poner en peligro el principio de legalidad, con un menosprecio permanente del poder legislativo. Pronto reivindicarán, quizás, «estados de excepción» para responder a situaciones de crisis y, por qué no, incluso, para suspender las constituciones, como lo justificó intelectualmente Carl Schmitt en la República de Weimar, el Kronjurist del Tercer Reich.

El Procés convierte a los independentistas en el verdadero ‘pueblo’ de Catalunya. Los otros, mayoritarios hasta ahora, no cuentan o son directamente unos traidores

El movimiento independentista catalán, en su gran mayoría, y probablemente sin ser consciente -como ocurre muy a menudo en los movimientos de masas-, está cayendo en esta peligrosa deriva. Para muchos prevalece el principio de legitimidad, o el «principio democrático», como la llaman en el conflicto catalán. Lo justifican, en mi opinión, con tres razones que yo no comparto.

Primera razón: La constitución del 78

La primera, y que cada vez coge más vuelo, es la ilegitimidad de la constitución del 78. Lo escuchamos día sí, día también. El «régimen del 78» es, dicen, un régimen impuesto por los franquistas, un régimen que, dicen, no deja de ser la continuación del sistema autoritario franquista. Por ello, ilustres líderes como Puigdemont o Torra afirman que España es un régimen similar al de Turquía y, ahora más recientemente, del de Bielorrusia. Cuestionan la legitimidad de la legalidad constitucional española. Ante una legalidad ilegítima -la del 78- promueven la legalidad del «pueblo», la legalidad, dicen, el principio democrático, plebiscitaria, que rompa con un régimen opresor.

En el fondo recuerda el cuestionamiento de la República de Weimar que hace Carl Schmitt en su libro Legalidad y legitimidad (que he leído recientemente para tratar de entender lo que estamos viviendo). Para Schmitt, la Constitución de Weimar fue impuesta por las fuerzas ganadoras de la Primera Gran Guerra y establecía un régimen parlamentario débil, incapaz de responder a los retos de la situación política alemana. Sus leyes no eran legítimas y pretendía desplazar el poder del Parlamento al presidente de la República.

¿La Constitución del 78 es legítima? ¿Fue refrendada en votación universal a propuesta de un Parlamento elegido democráticamente? Sí. ¿Es reconocida por la comunidad internacional como una constitución democrática? Sí. España es un Estado de Derecho reconocido por las instituciones internacionales? Sí. Y añadiría, en los últimos tres siglos de historia española, estos últimos cuarenta años han sido los más pacíficos, productivos y redistributivos de la riqueza colectiva. La transición española, que algunos quieren ahora menospreciar y condenar por poco democrática e ilegítima, ha sido un ejemplo de lo que definen los politólogos como «transición por transacción» (véase el magnífico artículo de Charles Powell), una transición hecha entre las dos Españas que pactaron, siempre con el retrovisor amargo de la guerra civil y los años de totalitarismo y autoritarismo franquista.

Entre el 75 y el 82 el soft power -como se dice ahora- sustituyó el hard power. La escucha, el diálogo, las renuncias de una parte y de otra, la búsqueda del camino del medio para evitar las confrontaciones sangrientas, por lo pronto abrieron paso a un periodo nuevo de pacto constitucional y social que se establecería a través de una Constitución aprobada abrumadoramente, con la excepción del País Vasco. Y, atención, en este punto: Catalunya dio un apoyo masivo al referéndum de la Constitución que, con una participación del 67,9 del electorado, obtuvo un 90% de votos positivos. Y, además, hay que recordar que casi durante cuarenta años CiU apoyó la Constitución y fue una coalición política muy activa en la gobernanza de España.

Es cierto, había líneas rojas: los franquistas no querían cuestionar la monarquía, y los demócratas del estado de Derecho. Y el pacto final fue que España pasaba de una monarquía autoritaria a una monarquía constitucional y democrática. El otro tema, tal vez el más delicado, sería la Ley de Amnistía, que afectaba a los exiliados, los encarcelados y los crímenes del franquismo durante la dictadura: nuevamente un pacto, que hoy discutimos, cuarenta años después, sobre límites y sobre la conveniencia de las leyes de “punto y final”.

El independentismo tiene que aceptar, si quiere que su confrontación sea realmente inteligente, que España es un Estado de Derecho, sometido a una Constitución. Que como todos los otros sistemas democráticos tiene deficiencias, hay tensiones, perversiones y aspectos que se deben mejorar notablemente. Como muchos otros países de nuestro entorno.

Segunda razón: El derecho a la autodeterminación

La segunda razón, el derecho a la autodeterminación. En este sentido, creo que puedo afirmar, sin la menor duda, que Catalunya tiene todos los ingredientes que conforman una nación y no sólo porque así lo reconocen sus ciudadanos de manera abrumadora siguiendo los postulados de Ernest Renan, sino también por razones históricas y culturales con rasgos comunes que la configuran como nación (Johann G. Herder). ¿Ahora bien, toda nación tiene el derecho de convertirse en estado? ¿Toda nación tiene el derecho a la autodeterminación?

Yo no voy a entrar hoy con el tema de si los Països Catalans son la nación catalana que debería ser liberada, como hizo explícito el ex president Torra en su discurso de despedida. Los Països Catalans creo que no responden a los dos criterios antes mencionados y, más bien, esta liberación es más una manera de ejercicio de un imperialismo catalán -utilizando el título de un magnífico libro del historiador Enric Ucelay-Da Cal. Sí, sin embargo, que el tema de la autodeterminación de Catalunya -o del Principat- es un tema legítimo, pertinente y esencial en el actual debate catalán.

Según el movimiento independentista, el derecho a la autodeterminación sería un derecho natural. Así lo calificó recientemente Artur Mas definiendo este principio. Aunque cada día me siento más cerca del iusnaturalismo dualista (Bobbio) que otorga primacía al derecho natural sobre el positivo, no creo que podamos afirmar que el concepto «nación» pueda ser objeto o tener categoría de derecho natural, lo que haría que éste fuera superior al derecho positivo de las constituciones de los estados. Y, como yo, un gran número de juristas no aceptan que este principio forme parte del derecho natural. Por ello, en las democracias liberales y constitucionales, los derechos que son vigentes son aquellos reconocidos en sus constituciones. En España, en la Constitución de 1978, no existe el ejercicio de este pretendido derecho natural, porque las normas, the rule of law, no lo incorporan.

A menudo, el independentismo hace referencia a la Declaración Universal de los Derechos Humanos para sustentar el carácter de “derecho natural”. No se dice nada en la Declaración. Sí, pero, a la Carta de Naciones Unidas y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, siempre con el horizonte de la indispensable tarea de descolonización que se viviría a partir de la Segunda Guerra Mundial. No vale -como hacen algunos- decir que Catalunya es una colonia de España con la intención de reivindicar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos como instrumento para reclamar el derecho a la autodeterminación.

Tercera razón: El ‘pueblo’

La tercera razón, el pueblo (“las calles siempre serán nuestras”, que claman día sí día también). Es el aspecto que más me duele del actual Procés. El 48% de los ciudadanos que quieren la independencia se convierten en el verdadero pueblo de Catalunya. Los otros, mayoritarios según las elecciones repetidas de estos años, no cuentan o son directamente unos traidores de Cataluña. La legitimidad de la calle, las marchas sobre Barcelona de los últimos 11 de Setembre, conforman, en el imaginario independentista, una de sus bases para reclamar la independencia.

Hay que reconocer la magnífica capacidad de convocatoria que aún tiene el movimiento independentista, si bien la movilización es mucho y mucho menor y la división cada día mayor. Para el independentismo, con todo, la legitimidad de la calle, que expresa el verdadero pueblo, debería sustituir -como lo intentaron hacer en determinados procesos- las instituciones autonómicas derivadas del Régimen del 78, las cuales, paradójicamente, ellos gobiernan y que en muchas ocasiones nutren esta movilización.

La legitimidad de la calle ha sido la base de un gran número de procesos que han terminado construyendo regímenes autoritarios y totalitarios. Por eso, siempre, en las imperfectas democracias liberales, siempre prevalece el principio de legalidad por encima del principio de legitimidad. Siempre.

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