No hay duda de que el ruido político y mediático a raíz de las revelaciones sobre las posibles irregularidades fiscales del rey emérito y su salida de España este verano para fijar su residencia temporal en los Emiratos Árabes Unidos han erosionado fuertemente la institución monárquica entre una parte considerable de la ciudadanía, sobre todo la más joven. El carácter vitalicio y hereditario del cargo de jefe de Estado pide por parte de la ciudadanía de una ejemplaridad modélica, tanto en su vida pública como privada. Ningún miembro de la familia real puede estar por encima de la ley ni dejar de responder a sus responsabilidades penales en caso de que los hubiera, y sería inimaginable que Juan Carlos de Borbón eluda la acción de la justicia en caso de que fuera llamado a declarar en España o Suiza. En cualquier caso, la pérdida de reputación de la Corona supone una crisis que no se puede menospreciar políticamente y que pide de los partidos una reflexión serena y responsable.

Más allá de lo que ocurra en torno al rey emérito, la figura histórica queda deslucida por los últimos años de su biografía, la Corona ha cumplido desde 1978 sus funciones y deberes constitucionales con neutralidad. Ahora que tanto se habla de memoria democrática no podemos olvidar el papel positivo del anterior jefe del Estado durante la transición y de forma particular ante el golpe militar de 1981, así como su implicación en la promoción de España en el extranjero. Evidentemente, todo esto no nos puede llevar a excusar o hacer la vista gorda ante las posibles irregularidades que haya cometido, pero el juicio histórico debe ser completo. También hay que recordar que, mucho antes de 2014, el entonces primer secretario del PSC Pere Navarro pidió su abdicación en favor de príncipe Felipe.

Dicho esto, para los y las socialistas la legitimidad política del pacto constitucional por el que se establece la monarquía parlamentaria no está en cuestión y no vemos, como no hemos visto nunca, una incompatibilidad con nuestros valores intrínsecamente republicanos. La disyuntiva que algunos plantean hoy entre monarquía o república es un anacronismo en el marco de un sistema democrático, como lo prueba que otros países europeos, algunos de los cuales aparecen encabezando los rankings mundiales de la calidad democrática, tengan como jefe de Estado a un monarca. Como se ha explicado tantas veces, el rey en una democracia constitucional hace funciones equivalentes a la de un presidente de la república, incluso con menos atribuciones reales y ningún margen para expresar una opinión discrepante del Gobierno de turno. En España, todas las acciones y discursos del jefe de Estado deben recibir el visto bueno del Gobierno, por lo que es radicalmente falso que pueda ser un contrapeso institucional hacia la posición política del Ejecutivo.

Así, pues, el problema no es la posición del rey en la arquitectura constitucional sino la legitimidad moral de la Corona. Para recuperar la confianza de muchos ciudadanos en la institución, Felipe VI tendrá sin duda que esforzarse con gestos, palabras y actitudes, pero la monarquía necesita la actuación de las otras instituciones, del Gobierno y las Cortes Generales, para llevar a cabo aquellas reformas legales que permitan revisar determinados aspectos problemáticos, como acotar su inviolabilidad ante la ley, la cuestión sucesoria, eliminando la preferencia del hombre sobre la mujer, y el control sobre su patrimonio privativo, que debe pagar los correspondientes impuestos.

Fortalecer con estas reformas la legitimidad de la monarquía es hacerlo también a favor del conjunto del sistema institucional, porque el riesgo serio que vivimos hoy es que la forma del modelo de Estado se convierta en un campo de batalla política, en otro eje de partición ideológica. Este es hoy un debate socialmente estéril, políticamente tóxico e institucionalmente del todo contraproducente. Estéril porque sabemos que sólo uno, ahora mismo impensable, nuevo pacto constitucional podría cambiar la institución. Hoy lo urgente y prioritario es la gestión de la pandemia con la aprobación de unos presupuestos que den respuesta a las necesidades muy concretas de las familias, que ayuden a generar puestos de trabajo y aseguren una sanidad y educación de calidad. Rechazan tanto los que pretenden hacer del antimonarquismo su identidad electoral, porque más que defender valores republicanos alimentan una fobia política, como los que intentan patrimonializar la figura del rey atribuyéndole implícitamente un sesgo ideológico tratando de confrontar la Corona con el Gobierno. Son dos actitudes que se retroalimentan, suponen un daño para la convivencia y la propia democracia, que pide respeto por el carácter neutral de las instituciones del Estado.

A falta de proyecto, el independentismo ha encontrado en el ataque permanente de la monarquía la nueva manera de mantener la tensión divisiva que lo caracteriza. Es una manera poco sofisticada de plantear cualquier debate.

Para los socialistas la respuesta a esta falsa disyuntiva no puede ser otra que profundizar en la calidad democrática, que en el caso de la monarquía significa la máxima transparencia de la institución a fin de dar herramientas a Felipe VI para relegitimar la institución de la Corona como garante de nuestra Constitución, la unidad y la continuidad del Estado

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