Desde la paideia de Platón al panóptico de Foucault, la filosofía ha dirigido su crítica a los modelos educativos que cada sociedad se ha dado. En estos días de pandemia las escuelas acaparan rabiosamente nuestra atención como espacios de batalla y convivencia con el virus.
Nuestro modelo educativo se ha construido en gran medida corrigiendo y rechazando el que operaba durante el franquismo. En él, diferentes instituciones y órdenes religiosas compartían el tutelaje de los alumnos sin una base común de criterios y métodos. Por todo el país se encontraban segregados por clase, sexo, credo u otras razones. Esta carencia estructural distorsionaba posteriormente el resto de esferas de la vida en común, como el mercado laboral o la familia. Por contra, el sistema actual tiene como objetivo garantizar unos mínimos comunes que cohesionen la sociedad. El modelo democrático postfranquista provee de una forma general al conjunto de centros educativos, procurando unidad social e incentivando la construcción de la sociedad civil, casa común de las democracias occidentales y sus estados del bienestar.
Sin embargo, este modelo está atacado por una cuestión sin resolver y que un filósofo y teórico de la historia como Peter Sloterdijk ha analizado profusamente: la brecha generacional y su estatuto ontológico.
Sloterdijk ha analizado los mecanismos culturales y psicosociales de reproducción y señalado que, con la aparición de cada generación, se abre un abismo que pone en riesgo la perpetuación de toda sociedad existente. En occidente el abismo se ha entendido como algo positivo, como progreso, la posibilidad de emanciparse de las tradiciones y modificar el mundo. Pero esa capacidad esconde un monstruo; allí donde radica la innovación, en el adelantarse la cosa misma a su propio fin, hay un riesgo de destrucción sin medida. En su eterna reconstrucción de sí, occidente está marcado por cismas y fisuras que han dejado irreconocible el paisaje para las generaciones venidas después; con cada crisis, poblaciones enteras no han podido reconocerse ni reconciliarse con sus antepasados.
A principios de siglo XX Walter Benjamin supo dar forma a este problema. Formuló un pensamiento capaz de dar un triple salto de espaldas que alcanzara el otro lado del abismo y escuchara los sueños de justicia de un mundo que había quedado atrás. En España, la regeneración constitucional del 78 dejó a los muertos en las cunetas y la Ley de Memoria Histórica puede que llegue a destiempo. Posiblemente todo esfuerzo por hablar con el pasado lo haga.
La primera generación democrática española y catalana se tuvo que ocupar en resolver los problemas heredados del franquismo, como la creación de un modelo unificado de escolarización que sentara las bases de una civitas. Mediante la escuela se intentó “hacer un país” a partir de una sociedad dividida y enfrentada, instalada en la retórica de un conflicto que había separado vencedores y vencidos. Sin embargo, quedó desplazado el otro problema, que llevaba íntimamente atado. Difícilmente podía entonces encararse la necesidad de poder heredar bien en un estado de cosas donde muertos legales usurpaban el espacio de derrotados y desaparecidos.
La escuela ha vivido todo este tiempo una situación esquizofrénica, pues tanto se le ha exigido que garantizara la educación en valores cívicos como que no sustrajera a las familias o congregaciones religiosas sus competencias sobre la formación moral de sus miembros. La cuestión de quién es responsable de esa formación es reflejo del momento a qué pertenece y síntoma del problema sin resolver: poder garantizar la continuidad social sin paralizar la innovación y los desarrollos libres de las nuevas generaciones.
Con la crisis de la Covid y el foco puesto en la escuela como garante de la paz social, cuestiones aletargadas despiertan: ¿reproducirán las nuevas generaciones los modos de vida que nos han llevado hasta aquí, o se anuncia un mundo nuevo que abandone a los padres en las gasolineras de la historia? ¿Serán capaces de ver las Greta Thunberg de este mundo que no todo ha conspirado contra su futuro?
La Covid es un reto; anuncia la necesidad de pensar un modelo educativo capaz de poner por delante la perpetuación de unos valores existentes que no se alinean con los del flujo descontrolado de capitales y sus múltiples imbricaciones, claves en el desarrollo de esta pandemia. ¿Qué escuela podrá asegurar que no barre la voluntad y la capacidad de las nuevas generaciones de rescatar a sus antepasados del olvido? ¿Quién enseñará a hablar a los muertos?


