Nos situamos en un presente confuso. Como se oye decir por las redes, tenemos la sensación de que esto no es real porque es la primera vez que ocurre algo real, algo que afecta a todos. Se insiste en que el virus en sí no distingue naciones, clases o grupos sociales, pensamientos políticos; puede que el virus no lo haga, pero la afección de la pandemia no es la misma para todos. Convertir a cada persona, grupo y sociedad en partícipe de ese “nosotros que somos todos” es, además de una vía de canalización de las decisiones gubernamentales, una definición del ciudadano que, en algunos casos, parece exigirle dar la espalda a su contexto más íntimo, a las tensiones específicas con las que lidia. En Santa Marta (Colombia), un padre de familia incumple el confinamiento hasta tres veces para salir a vender, con su negocio informal, y poder dar de comer a su esposa y sus tres hijos. Vista su insistencia, se le condena a arresto domiciliario vigilado. El señor se suicida. El caso, cuya realidad profunda no trataremos aquí, pone de manifiesto cómo este sujeto abstracto de reciente creación está, de antemano, en tensión con los sujetos que viven, que tienen su propia historia, condiciones, problemáticas e incluso aspiraciones. Y esta tensión parece ser hoy el principal impacto de la pandemia [y de la “nueva normalidad” que impondrá].

La incertidumbre es, en lo subjetivo, principalmente un vaciado del sentido del presente por un vuelco por el que el futuro deja de ser proyectado con claridad (aunque sea una claridad utópica). Poéticamente, Galeano describía la utopía como un horizonte que nunca se alcanza pero motiva a caminar. El desdibujamiento de este horizonte por la incertidumbre congela la acción del presente. Es más, para muchos, el futuro sólo radica en la libertad (aunque relativa) de la acción en el presente, pues es este el único tiempo del que disponen. El padre de familia que se suicidó en Santa Marta vio colapsarse su temporalidad en el encierro del mismo modo que aquel famoso indígena se suicidó en la prisión porque era incapaz de proyectar un cambio en sus condiciones de vida. La esperanza reside en el futuro. Mediante él, el sujeto puede moldearse a sí, proyectarse y sentirse dueño de, al menos, su devenir: aunque no domine las circunstancias del presente y tampoco las del futuro, en la cadena entre ambas, se halla su propia decisión.

La gestión entre ambos polos de la cadena es la gestión entre una realidad y la virtualidad que ella contiene, cuyo centro no es otro que el sujeto viviente. La importancia psicológica de esta gestión ha sido puesta en evidencia en situaciones de confinamiento, como fueron los campos de concentración y la privación de temporalidad que supusieron. “Un día duraba más que una semana”, explica Viktor Franco en El hombre en busca de sentido. El psicoanalista, quien vivió la experiencia en sus carnes, reflexiona sobre la gestión humana de una experiencia tal y el desarrollo de una búsqueda de sentido en la vivencia del sinsentido. Estima que, en ausencia total de futuro (si no era otro que la muerte), el sentido no está más allá de la vivencia del tiempo, no es un futuro ni siquiera un porvenir, sino que es inmanente a la experiencia de sinsentido que es la vida y he ahí donde ésta puede mantenerse. Cuenta el caso de un hombre que soñó repetidamente que el 31 de marzo se acabaría ese pesar para él. Tenía tanta fe en su visión que, llegado el día, y aún en el campo de concentración, murió entre delirios. El acuerdo entre creencia y supervivencia, entre mente y cuerpo, idea y organismo, es patente y aquí nos hallamos ante una dimensión superlativa del impacto de la pandemia.

Diversas voces apuntan hoy a la realización del sentido de la pandemia desde el quedarse en casa: frente a la falta de movilidad espacial, se nos abre la disponibilidad del tiempo (a la inversa de nuestros estilos de vida habituales). Ahora bien, este tiempo no debiera ser entendido nuevamente como un “recurso” a gestionar, invertir, gastar. La vivencia de la temporalidad es una relación íntima y afectiva; por ello, no tiene por qué corresponderse con la temporalidad de pasado, presente y futuro, ni la temporalidad de la proyección, las cuales requieren del futuro como marco de acción del presente. Se trata, más bien, de encontrarse cada uno a sí en “su” tiempo. Este tipo de temporalidad no somete al sujeto ni lo predetermina, no le hace dependiente de futuribles, sino que ambos parecen conformarse a la vez. Dogen (monje del siglo XIII que estableció la práctica zen desde una relación íntima e inmanente con la existencia entendida desde la temporalidad) afirmaba que cada existente contiene su tiempo en sí, al punto que los términos ‘existencia’ y ‘tiempo’ son uno solo: ‘uji’. Según su filosofía, es en el hacer del día, en la posición en el momento presente, como surge la virtualidad como actualidad. El ejercicio consiste en actuar aquí ahora, sin que haya futuro que convocar o alcanzar. La decisión del presente crea el tiempo mismo.

Alessandro Frezza, en su relato “El capitán y el mozo”, cuenta la historia de un capitán que procura dar una lección a un chico contándole su propia cuarentena de siete años, tiempo en el que, privado de su libertad, y creyendo que serían solo 20 días, se impuso el desarrollo de hábitos como comer menos y mejor, depurar los pensamiento mal sanos, hablar bien a los demás, leer, hacer ejercicio, etc. Finalmente, su situación se alargó hasta privarle, también, de aquella primavera,

“pero yo había florecido igualmente, me había llevado la primavera dentro de mi ser y nadie, nunca más, podrá arrebatármela”

Más allá de pensar el hábito como modelaje, lo crucial aquí es que la primavera ya no es tiempo afuera de la existencia del capitán, sino que ésta se vive en el adentro de su noción de sujeto gracias a la práctica de su propia relación con la temporalidad. Reflexionar sobre este tiempo vivido y su eficacia psicológica marca la distinción entre el suicidio y la floración del sujeto, y todos sus términos intermedios (incluida la pandemia global de la depresión). Es la resolución, mediante la gestión de la temporalidad, de la propia tensión entre el sujeto pasado y el sujeto de la emergencia, el íntimo y el social, lo que le hace surgir como un nuevo sujeto que constituye su porvenir. Si interpretamos continuamente la temporalidad de los impactos y de las soluciones en términos de causas, consecuencias, diseños proyectables, probabilidades y estrategias, restamos importancia al sujeto de la vivencia del tiempo, que es quien se transforma a sí y engendra porvenir.

Yaiza Ágata Bocos Mirabella

Teórica del arte especializada en las prácticas en las que se degusta, ha colaborado con artistas como Antoni Miralda, Ferran Adrià o César Martínez. Actualmente, es doctoranda FPI 2016 por Estética y Teoría de las Artes (UAB) e imparte clases de Estética Gustatoria en el Máster de Filosofía Contemporánea. En su tesis en torno a la figura de comensal en el arte, ahonda en cuestiones como la formación de la subjetividad o el conocimiento como proceso las cuales, paralelamente, le han llevado a reflexionar sobre la investigación creativa. Forma parte del grupo de innovación docente Art en Curs y es secretaria de redacción de la revista de filosofía Enrahonar.

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