En enero de 2016 tuve mi primera entrevista de empleo. Soy mitad griega y esa parte Mediterránea de mi sangre hace que sienta frío en el invierno. Como muchos “guiris”, el clima fue un factor determinante en mi decisión de mudarme. No importa cuántas veces los locales me digan “¡Pero tú eres INGLESA!” en tono de broma mientras tiemblo de frío, nunca me he acostumbrado a él y nunca lo haré. Viví en Leeds, al norte de Inglaterra, durante cuatro años, creo que lo he intentado lo suficiente.

Fue en las primeras semanas viviendo aquí, era una novata. No sabía que el sol también podía ser tan fuerte durante el invierno. Tenía una camisa larga de seda azul y una chaqueta de lana para dar una buena impresión y asegurarme de que el frío de enero no me coja desprevenida. No tenía idea de que “Sant Gervasi” significaba caminar cuesta arriba por una maldita montaña a la que sólo se llega con un extraño sistema de metro, el FGC. No hace falta decir que llegué sin aliento, sonrojada y sudorosa, típico de británico nervioso.

Obviamente esto fue antes del coronavirus; los saludos aún eran un campo minado para explorar en los intercambios culturales, en especial con los torpes europeos del norte, que aún no tienen los rituales del saludo aclarados. Sé que en Grecia son dos besos, primero a la derecha y luego a la izquierda, en Francia algo excesivo, unos cuatro; en el Reino Unido esperamos a que alguien haga el primer movimiento y lo imitamos. Un apretón de manos, levantar la mano incómodamente, un beso al aire, estamos abiertos a todos, pero Dios no permita que ambos hagamos el primer movimiento y, por falta de una etiqueta, terminemos cometiendo el peor de los pecados: hacer que la situación sea incómoda. ¿Y qué pasa aquí en Cataluña? Para mi alivio, la pregunta fue contestada cuando *Quim extendió su mano con una gran sonrisa para darme un apretón y comenzamos la entrevista. ¡Por supuesto! En las reuniones de negocios un apretón de manos siempre es seguro, pensé para mí misma.

Conseguí el trabajo y empecé a la semana siguiente. Revelación importante: trabajaba como profesora de inglés. Lo sé, no podrías haberlo adivinado… Yo era la profesora y asistente de idiomas de la empresa, contratada directamente por la empresa, tenía mis propias aula y oficina. Digo esto porque me consideraba parte de la empresa y del personal, incluso iba a la cafetería a comer mi almuerzo como todo el mundo, aunque lo hacía sola. No me importaba en absoluto, a menudo excusaba mi involuntaria soledad con que los locales me evadían por mi nivel de español. Me refiero a que nadie sabía realmente qué tanto español o catalán hablaba, pero para mí DEBE haber sido por esa razón.

Me dieron listas de asistencia para mis primeras clases y me daba pánico conocer a estos nuevos estudiantes. No podía creer que hubiera una María Rosa, María Dolores y María Carmen en la misma clase, y mucho menos dos Jordis en otra. Llega la mañana del lunes, estoy esperando en el aula para darles la bienvenida. Los escucho parlotear mientras se acercan por el pasillo, la puerta se abre de golpe y entran en manada, cada uno se detiene junto a mí para presentarse, diciendo su nombre y dándome dos besos. Me quedé atónita, completamente rígida y hasta me sentí un poco tonta, me preocupaba que mis mejillas se sonrojaran. Veía cómo la distancia y la autoridad que me resultaba tan cómoda en la relación profesor-aula se evaporaban. Todos los días pasaba lo mismo, era una pesadilla. A pesar de que lo que estaba sucediendo era completamente normal, para mí era como si se hubieran sobrepasado mis límites y mi zona de confort. Para agravar esto, sentí una ira punzante al darme cuenta de que ahora que mis límites habían sido puestos a prueba, claramente debía ser una europea fría del norte si, después de todo, estaba sufriendo tantas objeciones internas.

El viernes compartí algunas de mis recién descubiertas molestias con una de mis colegas catalanas. Ella fue amable con su consejo, de la manera que necesitaba, “Lily, acostúmbrate”. Bueno, decidí que no podía hacer eso, así que ideé un plan para el fin de semana. El lunes le explicaría a todo el mundo que, aunque entiendo que besar es un saludo común aquí, esta era una clase de inglés y nosotros no lo hacemos así que ¡voilá! ¡Situación bajo control! Como siempre, cegada por las formas más sutiles de mi inherente dominación imperial y necesitando ser atendida…

Me encontré con un abanico de reacciones, desde miradas en blanco hasta risas estruendosas, pero todos estaban de acuerdo con aceptar los nuevos límites de nuestra interacción. Como pueden ver, yo estaba libre de Covid antes que cualquier otro lugar de trabajo. Bueno, en realidad todos menos una persona aceptaron mis términos. Un miembro senior del personal detectó la gran incomodidad que me causaba saludar con un beso, no era tan difícil de pasar por alto, así que decidió que era algo con lo que podía disfrutar por un tiempo. Se convirtió en una pequeña broma casual e inofensiva en el trabajo para presionar a la profesora de inglés porque es tan fría y educada.

Recuerdo una clase con él y otros dos. Estaba sentada en mi escritorio; estábamos mirando unos papeles y discutiendo detenidamente cuando de repente anunció “Voy a besarte”. Pensé que era una broma, pero dije firmemente “No quiero” y traté de continuar con la clase. Para mi horror, se levantó de su asiento, se acercó a mí, con sus manos tomó mi cara y delante de todos me dio un beso en la mejilla mientras yo le decía que parara. Mis mejillas se enrojecieron, estaba tan avergonzada, todos se reían pero yo quería desaparecer. Sé que todo esto fue antes del MeToo, pero me pregunté por qué mi estrés e incomodidad tan visibles eran tan divertidos para los demás. Realmente no entendía cómo podía estar bien. Además ya me sentía culpable por no querer participar en la costumbre de saludar con dos besos. Ahora, debido a la burla de otras personas, pensé que evidentemente tenía una visión exagerada de mis límites, y era eso lo que me estaba perjudicando, no sus acciones, ya que no era problema para el resto. Que yo estaba siendo sensible y debería revisarme, hacerlo mejor.

Empecé a poner en práctica mecanismos para manejar y reducir mi ansiedad ante su clase. Me iba rápidamente del aula, antes de que los alumnos se levantaran de sus asientos sólo para evitar que él consiguiera lo que quería. Me di cuenta de que había empeorado la situación al convertirme en un juego, o en una presa para ser atrapada en un indeseable beso en la mejilla. Esto continuó durante un tiempo, a veces me salvaba por tener demasiadas carpetas en mis brazos apiladas frente a mi cara como una muralla. Y a veces mi maniobra fallaba, como cuando estaba barajando papeles en mi escritorio de espaldas a la puerta, con los codos pegados a mi cuerpo, de forma que tendría que ser seriamente interrumpida para llegar a mi cara, hasta que sentí unas manos agarrando mis codos desnudos y las palabras “realmente te vestiste como una Guiri hoy”.

Me encontraba en un ambiente profesional donde se fomentaba la cortesía y la formalidad, no quería “hacer una escena” y por lo tanto se inhibieron mis respuestas naturales ante estas situaciones. Era una extranjera preocupada por dar un paso en falso en un nuevo entorno y por pasar por el proceso de aprendizaje de que, tal vez, no era la población más bienvenida en una ciudad que lucha contra el turismo, por lo que siempre estaba tratando de minimizarme. Debido a que era “otro/a”, “la profesora de inglés”, estos actos podían suceder frente a otras personas y no se me daba mucha humanidad. Un guiri no es un humano, es el blanco de una broma.

Un diciembre estábamos en clase hablando de vino, y él murmuró sobre darme algo después de la clase. Cuando todos empezaron a salir, me acerqué muy rápido a otro estudiante porque no quería estar a solas con él. Pensé que había escapado cuando de repente le oí decir mi nombre y allí estaba de pie, haciéndome señas para que fuera con él. El estudiante que caminaba conmigo se encogió de hombros y se fue; “¡Maldición!” pensé. Fui con él a su oficina, siguiéndolo por los pasillos. Cuando entramos me sentí muy incómoda, no quería ir, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué estaba tan callada? ¿Por qué era tan sumisa aquí? No habría sido así en mi antiguo trabajo. Empecé a preocuparme “¿Está bien esto?” “¿Estoy a salvo?” Él entra primero a la oficina y yo lo sigo, pero me quedo cerca de la puerta y la dejo abierta detrás de mí. Me siento un poco “resguardada”, sé las medidas de seguridad que se supone que debo tomar para sentirme bien con un hombre en espacios cerrados. Él dice que tiene un regalo para mí y lo veo fijarse en la puerta todavía abierta. Se acerca a mí, me rodea y la cierra; mi corazón se hunde. Se da la vuelta y se agacha en lo que parece ser un armario de bebidas de la oficina y cuando se reincorpora, botella de vino en mano, hay una sonrisa pintada en su cara que me hace sentir que soy parte de una broma que no entiendo. Me la muestra y rápidamente cojo la botella, agradeciéndole, mientras me alejo y me vuelvo hacia la puerta. Justo cuando extiendo la mano para alcanzar la manija y saborear mi escape, escucho ‘Lily, Lily, Lily’ en tono de paciente burlón. Me giro y veo sus brazos abiertos, listos para recoger su premio, “sabes que aquí son dos besos”.

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