Sean ciencias biomédicas, computacionales, físicas o químicas, estas tienen el mismo funcionamiento en cuanto a su camino hacia el descubrimiento científico: el momento del descubrimiento, el ensamblaje o evaluación, y, finalmente la verificación. A pesar de los pequeños cambios paradigmáticos, este funcionamiento se mantiene más o menos fijo.
El momento eureka difícilmente se logra a través del pensamiento feliz, sino que hay todo un proceso largo de observación y de experimentación, de los cuales los resultados pueden venir por accidente o por necesidad. La ciencia es imprevisible y pide su tiempo, no crea ni conceptos ni metáforas sino que precisamente hace uso de ellas.
Mirada desde esta perspectiva, la afirmación escandalosa de Heidegger tiene sentido: la ciencia no puede pensar. Y a pesar de todo, la ciencia siempre ha estado limitando, delimitando e incluso definiendo los desarrollos filosóficos: desde las máquinas pensantes leibnizianes, a la deducción modo-geométrico spinozista, el giro copernicano que enmarca todo el ensayo crítico kantiano o la época Pasteur y de la revolución molecular en la cual se forman los pensadores franceses del siglo XX, solo para dar algunos ejemplos…
La ciencia siempre ha llevado a pensar y el pensamiento en sí mismo ha sido formado y deformado por la ciencia. Es este breve punto que Heidegger obvia cuando se suelta en su larga y apasionante reflexión sobre que significa pensar.
No hay ninguna duda que en nuestra cotidianidad nos queda algo de este rastro heideggeriano. Solo hay que mirar al ágora barcelonesa, ver como los dos principales acontecimientos públicos del gobierno local – las Bienales- son dos cosas diferentes: una sobre la ciencia y el otra del pensamiento.
El mismo patrón lo siguen también muchas de las reflexiones sobre la pandemia que estamos viviendo ahora mismo. Hay una tónica general en los discursos pandémicos que vienen sobre todo de la rama desafortunadamente llamada humanidades.
Este discurso es a veces etiquetado como pensamiento crítico, postfundacional, o simplemente pensamiento, y lo mira todo desde la perspectiva de la biopolítica, bio-poder o del activismo político y artístico. Y no digo que no le falte razones. Sería naif pensar que en todo esto que estamos viviendo no y haya una vertiente de la biopolítica: el abuso que se está haciendo de las imágenes simbólicas televisadas «en directo» (como por ejemplo la de las primeras vacunaciones), la simbología militar durante el confinamiento y en el discurso del estado, la poca información científica sobre la vacuna y su mercantilización, la dadificación de la pandemia y, en definitiva, este retorno espectral del «big government». Mis discordancias con este tipo de pensamiento no vienen por el contenido en sí mismo, sino por su ritmo y tonalidad.
Ya empezando con la primera serie de publicaciones periodístico-filosóficas sobre la pandemia (Agamben, Paul Preciado, Zizek, etc. – todos filósofos con una obra nada despreciable) hay una cierta precipitación, la intención de explicarlo todo de nuevo o de repartir culpas a enemigos abstractos como el estado, el capitalismo o la tecno-ciencia. Y he aquí que es donde se percibe una actitud anti-ciencia, anti-estado (ergo, aquello público), que en definitiva lleva a situar la práctica médica o la práctica científica a las antípodas del pensamiento.
Esta precipitación del pensamiento es inteligible de alguna manera, considerando que todos el que abrazan el pensamiento crítico (incluso yo misma hasta un cierto punto) somos hijos predilectos de las revueltas lógicas en las periferias parisinas de los comienzos de los años 1970. Allí se gestaron no solo los movimientos anti-establishment, definiendo la cara del nuevo activismo – aquel que sabe hacer uso de la imagen, de las herramientas de los medios y de la tecnología para llevar a cabo su objetivo-, sino que también se produjo un desplazamiento en la manera de hacer filosofía: confrontando el canon filosófico para transformarlo en problema filosófico, deconstruyéndolo y reactualizando la filosofía hacia la praxis política. Es patente pues que un pensador como Derrida escribiera en 1993 que se tiene que ir más allá del momento hegeliano: el filósofo no solo tiene que leer las noticias para poder pensar, sino que también tiene que entender como las noticias están hechas; implicando esto que pueda tener un cierto dominio técnico sobre las nuevas técnicas de comunicación (el funcionamiento de la televisión, la radio, etc. y podríamos extenderlo hasta el Internet y a la web). Este dominio o conocimiento técnico implica también que aquel que piensa la actualidad tiene que pensarla con una cierta precipitación, con todo el riesgo que esto implica: el pensamiento de la différance (o de la diferencia) significa decir las cosas a medida que estas pasan, precipitarse, atreverse, apartarse de aquel «guardar el silencio y la distancia» que tanto caracteriza los filósofos de la antigua escuela.
Pero, cuando las tecnologías de la comunicación hace casi veinte años que han estado cambiando a nivel estructural, tanto en cuanto a la velocidad de transmisión de la información, como al procesamiento de datos y a la ubicuidad de las interfaces, tiene sentido preguntarnos por la vigencia de este pensamiento de la différance, de la precipitación y de la rapidez.
Este confinamiento y, sobre todo después de leer las primeras entregas de los pensamientos de los filósofos contemporáneos continentales, decidí guardar silencio con el riesgo asumido de caer bajo el etiquetado de la vieja guardia.
Intenté ver estos meses de cierre como unas ascesis en cuanto que vida en ejercicio. O, como diría Sloterdijk, el pensador del antropotécnica, «vida en ejercicio que constituye un ámbito de mezcla: aparece como contemplativa sin renunciar por sí misma a los rasgos de actividad, aparece como activa sin perder la perspectiva contemplativa». Una praxis autoreferente que ha consistido no solo en llevar a cabo la actividad de investigación normal y corriente, los seminarios y los encuentros en línea, sino también de intentar formarme, de entender y de aprender todo aquello que nos sucede: desde leer ciertos estudios que se han ido publicando en ciertas revistas de perfil científico hasta emprender conversaciones con científicos que trabajan de cerca ciertos aspectos de la pandemia. Solo así se puede ver y entender la complejidad de la situación en que nos encontramos, tanto de punto de vista político como desde el punto de vista de los importantes cambios de paradigmas científicos que estamos viviendo: la primacía de la inmunología, de las nuevas tecnologías de la escritura del cuerpo y la metamorfosis de las ciencias de la comunicación en ciencias de diseño del espacio público y político que vendrá.
Me parece pues que el pensamiento crítico y el activismo filosófico, que enmarcan una buena parte de la filosofía continental y a la vez definen aquello que en lenguaje popular ahora mismo denominamos «pensamiento», para lograr su objetivo de crítica política, ha dejado a la sombra la ciencia (biomédica, de la información, física, etc.). Sin una comprensión de la praxis científica no hay pensamiento crítico o, para decirlo de otro modo, se la ciencia y solo la ciencia la que da el pensamiento. Y a partir de aquí, hay que empezar a trabajar la praxis política cotidiana…


