Él es el primer artista contemporáneo en testimoniar las duras condiciones laborales del proletariado, una clase social condenada a sobrevivir en un tiempo de certezas e incertidumbres, arbitrariedades y renuncias.
Un mensaje que también nos transmite el “vagón de tercera” (1864), un cuadro de Honoré Daumier, donde las protagonistas son unas trabajadoras sentadas en un incómodo banco de madera en un vagón de tercera clase. Cansadas, abatidas y resignadas, hacen su viaje cotidiano en el tren del presente hacia un destino donde no se vislumbra esperanza.
Las novelas de Dickens, Balzac y Víctor Hugo inspiraron los pintores realistas más comprometidos en la denuncia de las desigualdades sociales, dejando el poso para la novela naturalista.
De hecho, ambas pinturas se enlazan en un hilo de continuidad por su estilo y contenido con la novela Germinal (1885) de Émile Zola. En esta obra capital de la literatura francesa el autor enumera las duras condiciones laborales del proletariado minero en un proceso cromático simbólico donde la oscuridad de la noche marca el inicio de la jornada, las máculas de carbón maquillan los rostros de los mineros y la vela apagada esconde el ambiente sórdido del hogar obrera. Un friso monocromático de tonalidades negras que se funde en un gris claro para dar paso al rojo de la lucha y la tragedia tras la huelga obrera.
Sin embargo, Zola no sólo testimonió las desigualdades e injusticias del capitalismo industrial siguiendo el trazo de los pintores realistas. En su epílogo, el escritor acaba dando el nombre a su obra. En el inicio de un nuevo día las semillas crecen en los campos de verde esperanza. Una metáfora para la reflexión: La lucha no ha sido en vano, porque su semilla germinará.
El sedimento de los artistas y escritores del realismo social contribuyó a despertar la conciencia social ante las consecuencias derivadas del sistema capitalista: explotación laboral; desigualdad económica; pauperismo; trabajo infantil; falta de cobertura social y asistencial; mentalidad patriarcal; discriminación de género.
El deber ético de todo artista comprometido en la defensa de los derechos humanos y sociales es abrir los sentidos y la mente de la sociedad, despertar las conciencias dormidas, e incentivar el activismo social para cambiar el destino de la humanidad. Así nos lo han testimoniado las manifestaciones artísticas posteriores de carácter visual, desde Picasso a Bansky, pasando por fotoperiodistas cercanos como Gervasio Sánchez, Kim Manresa, Sandra Balsells entre otros o de carácter audiovisual a través del cine, desde Tiempos modernos (1936) de Chaplin, difíciles como nos decía Dickens, hasta Parásitos (2019) de Bong Joon-ho, pasando por las propuestas de Kubrick, Cuerda o Fernando León, entre otros.
Uno de los artistas que ha sabido combinarlo todo, el dibujo y la escritura con la animación del cine, es William Kentridge (Johannesburgo, 1955), referente del arte contemporáneo, crítico mordaz con el período del apartheid y todas sus injusticias: discriminación y violencia racista; explotación y jerarquización del trabajo; precarización; actividad industrial y minera desenfrenada; codicia capitalista en África colonial y postcolonial; brecha social entre los afrikaners blancos y la población negra; violencia contra los inmigrantes.
En los once cortometrajes de la serie Drawings for Projeccions, Kentridge nos muestra un mundo volátil, en permanente estado de cambio, inmerso en un proceso continuo de desmantelamiento y reinvención.
Tocad más dulcemente la danza (more sweettly play the dance. Kentritge, W. 2015), es una de sus obras más representativas. Una procesión de imágenes en movimiento de cuarenta metros de longitud donde los desposeídos de hoy huyen del hambre, la guerra, la enfermedad. Una danza inspirada en las familias de Liberia y Sierra Leona obligadas a marchar de las aldeas golpeadas por el virus del Ebola durante la epidemia que se inició en 2014.
Migrantes y refugiados que huyen con la potencia humana de los pies, por tierra como nos recuerda Kentridge, o como recreó Richard Lou con la efímera obra “Border door” (1988) cerca del aeropuerto de Tijuana. Una puerta abierta recreada por el artista, pero cerrada en el paso fronterizo de Sasabe, lugar donde llegan los migrantes del sur tras la larga travesía hasta topar con el muro de la vergüenza de Arizona.
Pero también por mar como nos mostraban las duras imágenes de la crisis de los “cayucos” de 2006 captadas por la cámara del fotógrafo Cristóbal García, recientemente traspasado, pero con un legado de imágenes y humanidad que nos debería hacer más personas. Seguro que su teleobjetivo enfocaría hoy los “cayucos” de los desposeídos que desde hace meses buscan en la “vía canaria” la esperanza perdida en las costas de Senegal. Migrantes jóvenes forzados a huir por las consecuencias del cambio climático y por la sobreexplotación de los recursos pesqueros que llevan a cabo los países de la Unión Europea.
El año 21 del siglo XXI, mientras una parte del planeta vive medio paralizado y desorientado por la pandemia del Covid 19 otro mundo, el tercero, huye hacia el primero. Hacia Arguineguín, Lesbos, Mae La, y otros destinos inciertos, condenados a bailar la danza de los desposeídos.
El arte es una herramienta de denuncia ante la injusticia que nos tiene que hacer abrir los ojos con una mirada que proyecte una sociedad no excluyente, inclusiva, igualitaria y multicultural, alejada de la voracidad del capital y de los perniciosos populismos renovados de xenofobia, racismo y supremacismo, envueltos en las banderas de la intolerancia, la confrontación y el odio.
La danza de los desposeídos se baila con los pies por todas partes, pero en nuestras manos está abrirnos a otro mundo, que no sólo es posible, es necesario.

