Trump utiliza Twitter para que sus mensajes no pasen, de esta manera, por ningún control de calidad de la información | Gordon Johnson (Pixabay)

 

Se han escrito un gran número de artículos sobre los acontecimientos dramáticos del asalto al Capitolio de Estados Unidos. Hemos podido seguir en directo el ataque incitado por Donald Trump, ver estupefactos la pasividad de las fuerzas de seguridad, constatar la debilidad de las instituciones democráticas americanas y compartir la conmoción de un inmenso número de americanos y ciudadanos del mundo ante la agresión al símbolo -sagrado, para muchos americanos- de su democracia.

Leyendo la multitud de artículos vemos que emergen diferentes razones que intentan explicar el sobresalto vivido: la incitación permanente de Trump a sus seguidores afirmando que han sido unas elecciones robadas, la invención de teorías conspirativas de todo tipo del secuestro del voto de los americanos, el insulto permanente y la incitación al odio contra los demócratas y Joe Biden. Todo ello es cierto, pero hay que recordar que Trump ya hacía más de un año que afirmaba que las elecciones serían un fraude, que el voto por correo también, que los demócratas estaban sometidos a los regímenes comunistas de Venezuela y de China, y muchas otras cosas que iban contra todo principio comunicativo honesto y ético. Y todo ello con el silencio de muchos.

Mentir, mentir, mentir hasta que aquella mentira repetida tantas y tantas veces se convierta en verdad para grandes sectores de la población. Mentir, mentir, mentir para manipular la opinión pública y convencerla, sin ningún tipo de escrúpulos, sin ningún tipo de integridad, sin límites. Mentir como hacían y hacen los regímenes autoritarios o totalitarios. Pero la pregunta que nos debemos hacer es la siguiente: ¿es posible mentir de esta manera en una democracia liberal, en la más antigua y tal vez más sólida democracia del mundo?

Hemos estado a punto de seguir en directo un golpe de estado incitado por el propio presidente con la intención de cambiar los resultados de unas elecciones. La democracia americana -imperfecta como todas, pero la más antigua- ha sido capaz de resistir, al menos por ahora, las tentaciones autoritarias de Trump.

La democracia americana se basa, en primer lugar, en los chek and balances. Es decir, en la independencia de cada uno de los tres poderes -legislativo, ejecutivo y judicial-, pero, al mismo tiempo, en la vigilancia e interrelación entre los tres. En segundo lugar, se basa en las libertades de todo tipo -religiosa, asociativa y de expresión y de información-, aseguradas en la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense. La prensa y los medios de comunicación tienen actualmente una mínima regulación y, a estas alturas, solo quedan algunas normas para evitar la concentración de los medios. En Estados Unidos, con respecto a la libertad religiosa, asociativa, política e informativa, la Primera Enmienda prohíbe cualquier tipo de ley que pueda limitar su ejercicio.

Los chek and balances han funcionado -con muchas dificultades-, pero han conseguido que el rule of low -el estado de derecho- haya resistido ante el intento de golpe de estado de Trump. ¿Y los medios de información y las redes de comunicación?

Timothy Snyder, profesor en la universidad de Yale, escribió un artículo de referencia en el New York Times, el pasado 9 de enero, titulado «The American Abyss». Es un texto indispensable para entender la profunda crisis americana y, en un párrafo, dice esto: «La post verdad es el prefascismo, y Trump ha sido nuestro presidente de la post verdad. Cuando renunciamos a la verdad, concedemos poder a los que tienen riqueza y carisma para crear espectáculo a su alrededor. Sin acuerdo sobre algunos hechos básicos, los ciudadanos no pueden formar parte de la sociedad civil y permitirse defenderse (…). La post verdad desgasta el estado de derecho e invita a un régimen de mitos».

Aunque la Primera Enmienda limita mucho la legislación de los medios de comunicación, desde 1949 a 1987, en Estados Unidos, la FCC, Comisión Federal de Comunicaciones, obligó a los operadores de medios de comunicación que utilizaban el espectro radioeléctrico (primero la radio y luego la televisión) a cumplir una serie de normas para asegurar que la información política was honest, equitable, and balanced. Era la Fairness Doctrine y los medios privados estaban obligados a asegurar una información profesional, honesta y equilibrada, sin tomar posicionamientos políticos o sin premiar determinados partidos en detrimento de otros.

Ronald Reagan fue quien puso fin a esta ley que había garantizado hasta entonces un cierto control de los grandes medios de comunicación. A partir de ese momento comienza la «partidización» de unos cuantos medios de comunicación. Primero fueron las radios que darían voz a posiciones muy extremas de carácter religioso, fundamentalista y de extrema derecha y, diez años más tarde, nos encontraríamos con la Fox News, dirigida por Roger Aliens, que se convertiría en la gran máquina de consentimiento y adoctrinamiento del mundo conservador y republicano en Estados Unidos.

Más tarde vendría el estallido de las redes de comunicación electrónicas y las redes sociales. Desaparecían, en parte, los «mediadores» -los medios- en la cadena del proceso y fenómeno comunicativo. Muchos teóricos de la comunicación pensaron que se abría una nueva era de libertad y que los ciudadanos, convertidos a la religión cibernética, serían los nuevos «protagonistas» de un mundo más libre. Y tenían una parte de razón: gracias a internet y a las redes sociales se daban unas condiciones, impensables solo hace veinte años, de comunicación masiva y libre o, como decía el actual ministro de Universidades, Manuel Castells, de autocomunicación de masas. Sin duda, el paisaje comunicacional y la esfera pública del mundo habían cambiado notablemente, pero estos expertos no intuyeron que, paradójicamente, los nuevos medios podrían convertirse en verdaderas trampas, una especie de caballo de Troya, de la democracia y de la libertad que predicaban. La red se convertía en un nuevo tipo de esfera pública sin ningún sello de calidad, por donde circularían todo tipo de contenidos, donde determinados relatos y narrativas, que habrían podido quedar encerrados en grupos muy pequeños, accedían al gran público. Es entonces que estos grupos minoritarios encontraron las nuevas ventanas para enviar sus mensajes. En Estados Unidos, la suma de la Fox News, la agitación «trumpista» de twitter y de las mentiras conspirativas de determinados grupos de extrema derecha, han sido la base de su movimiento populista, antiliberal y autoritario.

La red, en cierto modo, ha quedado secuestrada por relatos muy extremistas, sin ningún contraste ni cheking, tarea que habían llevado a cabo los medios tradicionales. Trump utiliza Twitter para que sus mensajes no pasen, de esta manera, por ningún control de calidad de la información. Ha prácticamente anulado las ruedas de prensa y ha atacado a los medios de comunicación. El asalto al Capitolio nos deja, entre muchas imágenes, la quema de cámaras de televisión por parte de sus seguidores, que recuerdan los actos del régimen nazi.

Trump ha utilizado la Primera Enmienda de la Constitución Americana, que garantiza la total libertad de expresión e información, por mentir sistemáticamente y para ir contra los medios de comunicación. La pregunta que me hago es si las democracias liberales deben permitir que, en nombre de la libertad de expresión, se pueda mentir de manera sistemática engañando y manipulando la ciudadanía. Me pregunto si las democracias liberales podrán sobrevivir al deterioro de una esfera pública llagada y podrida por las mentiras derivadas de la post verdad.

Snyder al terminar su artículo dice: “Estados Unidos no sobrevivirá a la gran mentira solo porque un mentiroso esté separado del poder. Necesitará una repluralización mediática y un compromiso con los hechos como bien público”.

¿No necesitaremos tomar determinadas decisiones para evitar el secuestro de la esfera pública por los predicadores del odio, los políticos que hacen de la mentira su hoja de ruta, y por los medios que, buscando la máxima audiencia, se rinden ante el «Altísimo del poder y del dinero»?

 

Josep Maria Carbonell es Profesor de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales – Blanquerna

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