La extensión mundial del Covid-19, con cientos de miles de muertos y millones de contagiados en todo el planeta, ha puesto de relieve con unas magnitudes nunca vistas hasta ahora las terribles contradicciones del capitalismo, del sistema basado en el mercado, la competencia, el consumismo y la exaltación del crecimiento económico como máximo objetivo de la sociedad, casi como el único que puede garantizar la supervivencia de la humanidad. Cuando, tal vez es lo contrario y precisamente este modelo es el que, al final, está poniendo en peligro la vida del hombre en este planeta.
Los políticos han tenido que decidir entre las recomendaciones de los sanitarios y los avisos de los economistas. Los primeros han aconsejado que se extremen las medidas destinadas a limitar la movilidad de las personas como casi única manera de eliminar el peligro de contagio de este virus letal. Los segundos, con el apoyo de empresarios grandes, medianos, pequeños y minúsculos, han defendido la necesidad de que la actividad económica siga funcionando lo más posible. Que no cierren los comercios, las fábricas, los bares, los hoteles, los cines, los locales de ocio, los estadios, las tiendas. Si se cierran, la gente no consume bienes o servicios y se rompe el círculo “virtuoso” de la producción y el crecimiento. Y si no hay producción ni crecimiento, aumentan el paro y las necesidades de las familias. “Mi familia y yo preferimos morir del Covid que de hambre porque no puedo vender nada”, se desespera ante la cámara una nigeriana obligada a recoger su parada en una plaza de Lagos. ¿No hay alternativa? A grandes rasgos, según las encuestas, los votantes de derechas han preferido que la economía siga funcionando, aunque sea costa de sacrificios sanitarios. Mientras que los electores de izquierda han preferido las restricciones recomendadas por los epidemiólogos aunque suponga una parálisis económica.
Primera campanada
Es el gran dilema de estos días: abrir tiendas y restaurantes o colapsar las ucis; dejar trabajar a los bares o saturar los hospitales. No deja dormir a los políticos, mirando con un ojo las estadísticas del Covid y con el otro los sondeos de popularidad propia y de los rivales. Y constituye una temible metáfora de lo que ocurre con la emergencia climática. De la que, al contrario de la pandemia, sí estamos advertidos desde hace decenios y con previsiones apocalípticas. De hecho, la pandemia del Covid-19 se puede interpretar como la primera campanada de aviso planetaria de lo que se avecina.
La inmensa mayoría de los expertos vienen a decir que casi deberíamos detener o frenar con decisión el 90% de la actual actividad industrial en todo el planeta para que se pare el deterioro del clima. Todos los indicadores de contaminación y calentamiento globales han superado ya ahora mismo los peores pronósticos. Hace meses que la luz roja está encendida. Aunque no parece que ningún poderoso les haga caso, los científicos están hartos de gritar que queda poco margen para superar el punto de no retorno. La devastadora borrasca Filomena ha sido la última expresión de este deterioro acelerado, que los países del Mediterráneo han sufrido (en España) o aún están sufriendo (en Turquía). Para que la temperatura media del planeta deje de subir cada año, la actividad económica debería volver casi a los parámetros anteriores a la revolución industrial.
Consumir o consumirnos
Más consumo humano equivale a que se consuma la vida humana en el planeta, avisan cada día meteorólogos y oceanógrafos. Debemos dejar de consumir tanto o nos consumiremos, advierten los ecólogos. Pero el divinizado PIB debe crecer como sea, dicen los bancos centrales y los gurús de las finanzas. Es difícil arreglar el motor de un coche sin detenerlo. Quizás pasa lo mismo con la economía mundial y el calentamiento global. Nos estamos intoxicando, pero no podemos dejar que paren las máquinas que provocan este envenenamiento, porque tenemos miedo de empobrecernos. ¿Preferimos ser los más ricos del cementerio? ¿O millonarios en un planeta sin glaciares, con inundaciones, tormentas y catástrofes cada año peores y más costosas en vidas humanas y dinero?
La crisis de la pandemia ha causado un incremento espectacular del paro en todos los países. En España es especialmente alto por la enorme dependencia que su economía sufre de la actividad turística. Sin embargo, la elevada tasa de desempleo en la península es más estructural que coyuntural. Además, la automatización en la industria difícilmente ayudará a que este indicador caiga. No solo en España. Con la extensión de la robotización -nueva paradoja- cada vez habrá más producción que necesitará menos productores. Una producción que ya veremos quién consume si queda reventado el poder adquisitivo de los consumidores que se encuentran en paro. ¿La renta universal es la solución? ¿O quizás repartir las jornadas laborales entre más trabajadores haciéndolas más cortas, aunque sea a costa de recortar el sueldo? Y si consumimos menos porque no queremos polucionar tanto, ¿para qué se necesitará tanta producción, por ejemplo, en el sector téxtil, uno de los más contaminantes y antiecológicos del planeta?
La metáfora del Covid capitalista también puede observarse tristemente con la gestión de las vacunaciones, que ha puesto de manifiesto de nuevo las desigualdades dentro de cada país y entre los países. Las vacunas no están llegando a las naciones subdesarrolladas. En algunas regiones del planeta aún no se ha inyectado a nadie con los medicamentos que los estados más ricos -entre ellos España- les habían prometido cuando empezaron las investigaciones. Los países más desarrollados han pedido a las farmacéuticas más del doble de las dosis que necesitan sus poblaciones respectivas. Mientras los laboratorios estaban en plena investigación (en buena parte con dinero público), antes de que comenzaran a forrarse con sus nuevos medicamentos, los dirigentes políticos negociaron los precios con las farmacéuticas. Ahora se sabe que una misma vacuna se venderá a un precio diferente en función del “cliente”. Lo que debía ser una solución global para un problema mundial, que afectaba a toda la humanidad y que toda ella tenía que salir al mismo tiempo, se ha convertido en un nuevo negocio multimillonario con clientes en vez de pacientes, que se regirá por las también sacralizadas leyes de la oferta y la demanda. Ya lo decía aquel gran cínico que hundió Bankia: “Es el mercado, amigo”.

