El deseo atraviesa la vida humana. Deseo de libertad, deseo sexual, deseo de reconocimiento. Y, también, ahora, deseo de erradicar el contagio y regresar al contacto. En la experiencia del deseo, hay algo desbordante. Nos sobrecoge. Como una afección que se desarrolla en la forma de un cierto exceso, el deseo nos asalta con una intensidad que sobrepasa e inunda. Nos sitúa entre la efervescencia -que la sentimos, en el cuerpo, en la piel, en las puntas de los dedos- y el desconcierto -porque hay algo indescifrable, incluso acaparador, que se mantiene a la espera de sentido. ¿Por qué deseamos lo que deseamos? Y, sobre todo, ¿Qué tiene que ver el mundo, tal como lo habitamos hoy, con las formas en que experimentamos el deseo?
Gilles Deleuze y Félix Guattari, filósofos franceses de finales del siglo pasado, creían que las sociedades contemporáneas, organizadas según el modo de producción capitalista, habían transformado las formas en que los individuos deseaban. Específicamente, criticaban que el gran flujo de intensidad y movimiento que es el deseo, que hace discurrir la vida libre y conecta los cuerpos, estaba sistémicamente reprimido por los códigos del capital. La represión funcionaba de forma perversa: no sólo incentivaba la satisfacción del deseo dentro de su propio entramado maquínico, sino que operaba haciendo que los individuos, en sí mismos, sólo desearan lo que les ofrecía el capital. Así, deseo de libertad, deseo sexual, deseo de reconocimiento, se transformaba en deseo de acumulación de riqueza, de familia acomodada, de éxito laboral.
Por ello, Deleuze y Guattari, se preguntaban: ¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de desearlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos? Lo que ambos filósofos insinuaban no era sólo la rendición colectiva a las leyes dictadas por la única cara posible de la Moneda. Más allá de la capitulación general a la tiranía del mercado mundial, Deleuze y Guattari reivindicaban que todo intento de subversión se quedaba corto, dentro de los márgenes de la represión, dentro de las reglas del juego. Lo que sorprende, decían, no es que la gente robe, o que haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. Recuperando a Spinoza, aclamaban: ¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratara de su salvación?
Cincuenta años después, esta pregunta aún nos resuena. ¿Por qué el deseo de un sueldo digno ha terminado acomodándose en un salario mínimo que, justamente, deja mucho que desear? ¿Por qué el deseo del contacto con el otro se ha reducido en un sistema delirante para la validación instantánea que nos convierte en esclavos del click, el like, el follow? ¿Por qué para sentirnos reconocidos socialmente trepamos sin miramientos la escala de la meritocracia y el éxito laboral? Además, el imperio de la mercancía edulcorada ha entrado como protagonista de la tragedia: un bombardeo constante de artículos de plástico que nos ofrecen el elixir narcótico para vencer todo rastro, por pequeño que sea, de desazón, de angustia, de necesidad. Un rider nocturno en la puerta de casa que te destapa la felicidad. Sí, Just Do It, sinó, What Else?
Es cierto que hay matices. Y de matices va la cosa, de hecho. La ingente precarización de la vida y la crueldad de las formas contemporáneas de represión provocan que, aunque los deseos podrían ser de máximas, las demandas sociales tengan que ser de mínimos. Y no, muchas veces no es por una genuflexión al capital. Es por la presión de inmediatez, de necesidad flagrante, de protección, de respuesta rápida y efectiva. Pero, al mismo tiempo, también hay una parte de verdad, que se asoma culpable, en el gusto que existe en satisfacer ciertos deseos manchados por el capital. Cuesta ser totalmente impermeable y mantenerse firme frente la instigación constante de tantos vicios banales a la carta.
Entonces, ¿Cómo proceder? Si el capitalismo sobrevive ampliando siempre sus límites, fagocitando toda irrupción de disidencia: ¿Cómo construir formas de deseo que se escapen, que atraviesen la lógica del mercado?
Deleuze y Guattari nos dan una primera pista: hay que repensar el concepto de deseo. Desde los inicios de la tradición de pensamiento occidental, pero también en nuestro día a día, entendemos que el deseo nace porque hay una falta, una carencia. Deseamos porque algo nos falta, por lo que la satisfacción del deseo reside en poseer lo que no tenemos. Hay un vacío que llenar. Esta forma de pensar liga el deseo al objeto: deseo estos pantalones, deseo viajar, deseo esta persona, deseo eso, deseo lo otro… Lo que Deleuze y Guattari proponen, contrariamente, es entender que cuando deseamos no anhelamos una realidad unitaria, sino que deseamos un conjunto, una disposición de elementos que constituyen totalidades, mundos. Es por eso por lo que el deseo nunca es de uno, sino, como dice Deleuze, siempre es con mundos enteros con quien hacemos el amor; ¡C’est toujours avec des mondes que l’on fait l’amour!
Estos mundos tienen unos tiempos, unos espacios, unas texturas, unos colores, unas afecciones. No es que deseamos una persona en concreto, sino que deseamos todos los mundos que se dan en ella: una falda, un rayo de luz, los paisajes que la recorren, las novelas que se inscriben, los múltiples sabores que se desprenden. Deseamos el conjunto. Pero, por Deleuze y Guattari, y aquí se dispara una línea de fuga para la segunda pista, desear el conjunto no significa poseerlo, sino producirlo. El deseo no es posesión, sino producción. Y, claro, por eso no es fácil, desear.
El objetivo no es conseguir el objeto anhelado, sino que de lo que se trata es de construir el mundo que intensifica nuestra vida, que la hace crecer. Desear es producir el conjunto que hace aumentar nuestra potencia, es decir, nuestra capacidad de acción, de afección, de sentirnos viviendo. ¿Y cómo es este mundo que hay que construirnos? ¿Cuáles son los afectos que nos hacen ser más potentes? ¿Cómo es el mundo que nos capacita como cuerpos deseantes, que amplifica la vida?
Una tercera pista. Con esta, guiño a Spinoza. Deleuze y Guattari, para descubrirnos, nos hablan de los afectos de lo que es capaz una garrapata. ¡Sí, una garrapata! Una garrapata es capaz de ser afectada por la luz -que la hace trepar hasta la punta de una rama-, por el olor -que hace que se deje caer sobre el cuerpo de un mamífero- y el tacto -donde busca la zona del cuerpo para incrustarse-. La garrapata, no se define por ser un organismo de una especie universal -la súper familia de los ácaros- sino que lo que la hace ser garrapata es el conjunto del mundo que le afecta; la luz, el olor de un cuerpo caliente y el tacto de la piel. ¿Y nosotros? Si la clave de lo que nos hace ser quienes somos no reside en ser una existencia más de la familia de los Hombres, ¿De qué afectos somos capaces?
No lo sabemos del todo, lo que pueden nuestros cuerpos. De hecho, nadie, hasta ahora, ha determinado lo que pueden los cuerpos en su totalidad. Lo que los cuerpos pueden, es decir, aquellos afectos que son capaces de padecer y de generar, al mismo tiempo, en otros cuerpos, no es algo que se pueda medir, tipificar. No se puede hacer universal. Por lo tanto, como no hay paradigma, ley válida que asegure la victoria por todos los cuerpos, hay que probar. Experimentar. Cuerpo a cuerpo. Cada uno, desde su singularidad.
Así pues, para generar otras formas de deseo que excedan los dictados de la moneda, habrá que borrarnos, intentar difuminar los atajos hedonistas rápidos que nos ofrece el capital y desdibujar toda regla preestablecida de satisfacción fácil. Desear no querrá decir poseer el cuerpo-mercancía que nos debe completar, exprimir la media naranja que ya gotea, llenar la carencia que nos atraviesa. Desear implicará producir el mundo que nos hace aumentar nuestra potencia, que amplía nuestra capacidad de afección. Por ello, lejos de la oferta estandarizada del capital, habrá que crear desde la singularidad de cada uno de nosotros, las leyes, las reglas, los colores, las melodías, las texturas de aquellos mundos que nos apasionan, que nos hacen sentir la vida más adentro, más intensamente.
Último apunte. Para terminar, nos alejamos de Deleuze. Sólo un poco, tal vez. Nos situamos al lado. ¿Qué pasa cuando intentamos hacer del deseo una experiencia colectiva? El deseo tiene que ver con los otros; deseo de los otros y por los otros. La satisfacción del deseo suele intensificarse en ser compartida. La pregunta pues, se autoformula: ¿Y si en producir nuestro deseo no sólo actuamos para intensificar nuestra vida, sino, también, creamos un mundo que capacita la vida de los demás?

