“Las calles serán siempre nuestras”. Si tuviéramos que escoger la proclama más repetida durante los últimos años en las movilizaciones catalanas, sin duda, sería esta. Desde el estallido de la burbuja del Procés, con la falsa república de los ocho segundos y con la consecuente decepción y frustración política, las movilizaciones y contestaciones en las calles catalanas no han hecho más que aumentar. Y también han aumentado la tensión y la contundencia de las muestras de descontento.
Los aniversarios del 1-O, la respuesta a la sentencia del juicio del Procés, el auge y caída de Tsunami Democràtic, la respuesta al desalojo de la casa Buenos Aires… Cada vez que la sociedad catalana se siente llamada a tomar las calles nos encontramos con ciudades más y más iluminadas por las llamas. Cada vez son más los contenedores víctimas de las barricadas, mientras, al otro lado, cada vez son más los manifestantes mutilados que pierden ojos o testículos. La tensión escala porque escala la precariedad. Y hoy, nos hallamos en medio de la última expresión de descontento: las protestas por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél.
Ya son muchos los analistas que han puesto sobre la mesa que los siete días consecutivos de protestas no tienen que ver, sólo, con defender la libertad de expresión, sino con la rabia contenida de años de crisis, desafección política y una pandemia que nos ahoga sanitaria, psicológica, social y económicamente. Los disturbios en las calles pueden tomar muchas formas y ser reprimidos de diversas maneras, pero la esencia es la misma: “La violencia es una manera de comunicar un mensaje, que cada sociedad, en su contexto determinado, tiene el deber de interpretar”, apunta el antropólogo José Mansilla. “la violencia raramente tiene un carácter instrumental: quiero libertad de expresión, pues quemo un contenedor. No, reventar un escaparate es la expresión del descontento”, añade.
La violencia raramente es instrumental: quiero libertad de expresión, pues quemo un contenedor. No, reventar un escaparate es la expresión del descontento
Este descontento, según el antropólogo, es generalizado contra el sistema, contra la pandemia, las crisis y esta realidad que “la gente joven es la única que conoce. No se trata tanto de pedir la amnistía para Hasél o una reforma del Código Penal. Es una excusa para mostrar el descontento”, opina. Injusticias las hay todos los días, pero cuando se tornan en disturbios es que algo más pasa. En esta línea se expresó esta semana el Fondo Monetario Internacional en un estudio en el que asegura que, tras la pandemia, veremos una serie de estallidos sociales. Y, no es cuestión de tener una bola de cristal, sino de saber leer la historia.
El por qué de la violencia
Tanto en redes sociales como en medios de comunicación, cada vez que hay disturbios en las calles se da un mensaje de rechazo a la violencia, sin analizar las causas que hay detrás. “La figura del contenedor sirve para estigmatizar a los movimientos sociales en general, porque son imágenes muy llamativas con las que nos regodeamos”, dice Mansilla. El Porn Riot, o la exaltación de la violencia en las calles, sirve para criminalizar toda movilización social en las calles y toda muestra de resistencia no pacífica. Aunque es peligroso meterla toda dentro del mismo saco.
Un contenedor en llamas puede ser la materialización de un sentimiento de rabia y hastío o bien una barricada, colocada estratégicamente para defenderse de la acción policial y resistir en la calle, para poder seguir haciendo presión y seguir protestando por un objetivo concreto. No en vano, algunas de movilizaciones sociales que consiguieron cambios sociales importantes, resistieron en las calles gracias al uso de barricadas y llamaron la atención del sistema gracias al conflicto social. Uno de los ejemplos más icónicos se halla en el caso de la huelga de La Canadenca, que duró 44 días durante los cuales se llevaron a cabo centenares de piquetes, barricadas y se boicotearon tranvías y otros medios de transporte. El resultado fue la consecución de la jornada laboral de 8 horas.
Un contenedor en llamas puede ser la materialización de la rabia o bien una barricada, colocada para defenderse de la acción policial y resistir en la calle para conseguir un objetivo concreto
¿Cuál es la diferencia entre lo que vemos estos días y lo que sucedió en 1919? “Aquello no fueron disturbios; los disturbios son violencia sin objetivo. Lo que hicieron los sindicatos en aquella huelga fue una lucha social, con unos objetivos muy concretos”, apunta Joan Fuster, historiador y director de los estudios de Artes y Humanidades de la UOC. Todas las democracias generan un sistema a través del cual canalizan el descontento sin tener que llegar al conflicto. Las prestaciones sociales, las elecciones o procesos participativos son algunos ejemplos que se resuelven con mayor o menor éxito. Cuando estos canales no son suficientes y se rompe la paz social “es que algo grave pasa. Ahí se llama la atención del sistema”, asegura Fuster.
El objetivo de toda movilización hacer el suficiente ruido y permanecer en la calle el tiempo suficiente como para tornarse un actor lo bastante grande como para que “al sistema le salga más a cuenta negociar contigo que reprimirte”, explica el historiador. Y el conflicto juega un papel clave en este momento. Ahora bien, la historia nos cuenta que el conflicto tiene que ser “organizado y dirigido para que dé sus frutos. Las revueltas espontáneas no tienen solución, son síntomas de malestar difuso que se consumen a sí mismas por una violencia caótica”, recuerda Fuster.
Según el historiador, los movimientos sociales organizados no tienden al disturbio, “porque les debilita, por el contrario, recurren a una muestra de fuerza ordenada y controlada”. Así, Fuster recuerda el momento clave de la huelga de La Canadenca, cuando Salvador Seguí pidió a los obreros que volvieran al trabajo, porque el acuerdo conseguido era bueno. “Seguí sabía que era importantísimo mantener el orden y convencer a las masas de la victoria para no perder lo conseguido. Esta es la diferencia entre una revuelta y un movimiento social: una carece de liderazgos y capacidad negociadora. Una consigue derechos y la otra no”.
¿Romanticismo u orden?
Este tipo de revueltas y reacciones contestatarias son cíclicas, tal como afirma Joan Fuster. Tras periodos de crisis, de guerras o pandemias vienen descontentos sociales que toman diversas formas. Algunos son revolucionarios, como los que hubo tras la primera guerra mundial, otros fueron más estallidos de violencia y otros fueron transformaciones culturales, como las de los años ’60. Unas con objetivos concretos y otras sin ellos, pero todas relacionables entre sí y mutables. “La Semana Trágica fue una muestra de violencia sin objetivo más que la rabia social, pero los sindicatos reaccionaron para organizarla y dirigirla y de ahí nació la CNT”, recuerda.
Lo mismo pasó con el Mayo del ’68. “Un estallido espontáneo sin reclamaciones concretas que estaba condenado a fracasar. Pero le siguió una huelga general que triunfó”. La primera revuelta, según Fuster, fue protagonizada por jóvenes frustrados y sin horizonte, “hijos de una generación de vencidos”. Como la actual. “Las revueltas que vemos estos días tienen más que ver con el Mayo del 68 que con La Canadenca”, sentencia el historiador. A pesar de ello, lo que sucede en las calles es móvil y cualquier suceso puede cambiar las tornas. Lo que empezó como una semana de disturbios por el encarcelamiento de Pablo Hasél, seguirá con movilizaciones contra el encarcelamiento preventivo de un activista conocido, histórico y estimado del barrio de Sants.
Quizás este nuevo hecho cambie el rumbo de las concentraciones. Quizás. Lo que tanto José Mansilla como Joan Fuster tienen claro es que, de seguir así, las movilizaciones por Pablo Hasél no tendrán una gran huella en la historia, “porque no tendrán ninguna consecuencia”, alertan. Ahora bien, en lo que también coinciden es en el poder mediático de la violencia. “Si no hubiera habido disturbios, ni contenedores quemados, esta semana no hablaríamos de Hasél, sino de los posibles pactos de investidura en la Generalitat”, considera Mansilla. “Si el pueblo pide las cosas pacíficamente no se le escucha. Para muchos, la única manera de hacer política, está en la calle”, añade.
Las revoluciones, disturbios o movilizaciones forman parte de la esencia del ser humano, que en cuanto se junta tiende a contestar. Es algo que está en nuestra esencia y, tal vez, por eso miramos atrás y vemos con romanticismo la revolución francesa o la huelga de La Canadenca. Ambas fueron violentas pero sin esa violencia la historia no habría sido la misma. A pesar de eso, las revoluciones que nos toca a vivir a nosotros son criminalizadas de manera casi sistemática. “Vivimos entre dos pulsiones, la romántica y la del orden”, asegura Fuster. La romántica nos pone los pelos de punta al pensar en Zapata, pero la del orden es la que se despierta hoy y nos hace temer por un escaparate de La Caixa.

