Los lazos y las relaciones entre las religiones y la política son ancestrales y se expresan, a través de múltiples maneras, desde el mismo nacimiento de las religiones y desde la misma emergencia de determinados modelos de control y liderazgo de las primeras comunidades humanas. Todas las religiones han querido, de una manera u otra, incidir en la esfera del gobierno de la polis o de una determinada comunidad, y todos los gobernantes han querido también ‘cuidar’ los sentimientos religiosos de la población y controlar sus manifestaciones.
Si bien el cristianismo, en sus inicios, señalaba claramente dos niveles muy diferentes y separados entre la política y la religión (como nos recuerda muy bien la citación de Jesús «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»), la realidad, a partir de Constantino, fue la integración -y, en una primera etapa, la sumisión- de la dimensión religiosa en el orden político. Durante la edad medieval la tensión entre las dos espadas fue grande, con un resultado final de una cierta independencia entre ambas partes, con el predominio político de los monarcas y el predominio moral y religioso por parte de las iglesias. Con la Reforma de Lutero y con el advenimiento de la modernidad occidental, se abrió un lento proceso de distanciamiento que comportó, ya a mediados del siglo XX, no sólo una secularización del poder político, sino también una secularización de la misma sociedad.
En la Iglesia Católica, el Concilio Vaticano II abriría la scelta di campo de los cristianos, rompiendo el monopolio hasta entonces de determinados partidos políticos que se atribuían la representación cristiana en la política secular. Creo que hoy podemos afirmar que, si bien la Iglesia debe tener su propia doctrina social y su mirada hacia la realidad que nos rodea, los cristianos tienen la posibilidad, a partir de su discernimiento particular y en comunión con los valores de la Iglesia y del Evangelio, de optar entre las diferentes opciones políticas. Una scelta, es decir una opción, tiene, pero sus límites, y entre éstos figura el respeto por la vida y su dignidad y la búsqueda de la justicia y la distribución equitativa de los bienes comunes, con atención preferencial a los más pobres de la sociedad.
En este marco, ¿cuáles pueden ser los criterios de discernimiento para gestionar el presente cotidiano con que los cristianos nos encontramos?
Yo sé muy bien, por experiencia, que toda acción política se encuentra desbordada por la mirada de Dios, que por encima de la ley de los hombres está la Ley de Dios y esta es invisible e inescrutable. Ley que se confronta con nuestra conciencia y que se convierte en luz y fuente de referencia que orienta nuestro sentido de la acción y decisión. Una luz que evita los sincretismos que puedan surgir tendentes a reducir y manipular esta Ley al servicio de un proyecto político concreto, porque este nunca, por bueno que quiera ser, podrá expresar la fuerza de la Palabra revelada.
La acción política de los cristianos no es fácil por dos razones: en primer lugar, por nuestras tendencias -diría casi naturales- que intentan llevarnos a buscar más la seguridad que el compromiso arriesgado; el poder que el servicio; el dinero que la pobreza; la comodidad que el riesgo; el bienestar material que lo espiritual; la ambición que la templanza; la imaginación que la realidad. Pero también, en segundo lugar, porque la realidad que nos rodea es de una gran complejidad, con una fuerte presión ambiental, con un montón de tentaciones materiales y relatos culturales ideológicos sólidos que quedan muy lejos de los valores de las Bienaventuranzas.
Es en este contexto, que el papa Francisco, en Evangelii gaudium, un texto indispensable, nos presenta unas reflexiones, sintetizadas en cuatro puntos, para discernir el camino hacia el bien común y la paz social. Veamos estos criterios.
El primero: El tiempo es superior al espacio. Afirma que “hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite”. Propone que cuando hayamos de discernir, en nuestra acción política, “trabajemos a largo plazo”. Nos pide que no estemos condicionados por la presión del espacio que siempre queremos poseer y que iniciemos procesos de transformación. Nos pide que miremos lejos y afirma, incluso, que “es pecado privilegiar los espacios de poder en vez de los tiempos de los procesos”. Y continúa diciendo: “Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad”.
El segundo: La unidad prevalece sobre el conflicto. Nos pide que los cristianos trabajemos por la comunión en las diferencias y nos recuerda las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”. El papa Francisco no quiere negar el conflicto, sino que afirma que “cuando quedamos atrapados, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada”. Propone una comunión en las diferencias, “porque la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades”.
El tercero: La realidad es más importante que la idea. Dice en un texto, en mi opinión de gran importancia, que “también existe una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad simplemente es, la idea se elabora (…). Esto supone evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos del relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría”. ¡Cuánta verdad hay aquí! Cuánto dolor se ha infligido en el mundo cuando hemos querido, primero, imponer determinadas ideas ante la realidad. ¡Cuánto dolor, aún hoy y ahora, se crea! Él nos propone un camino: “El que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento”.
Y, finalmente, el cuarto criterio: El todo es superior a la parte. Cuando el papa Francisco afirma que “el todo es más que la parte, y también es más que su mera suma”, esta afirmación me recuerda el concepto de “voluntad general” o “interés general” de Rousseau, cuando afirma que el querer colectivo es más que la suma de las voluntades de cada parte y que, si procedemos así, podemos conseguir el bien común. El todo es una búsqueda común de investigaciones para convivir juntos y de renuncias individuales. Asimismo, el Papa Francisco recuerda que “entre la globalización y la localización también se produce una tensión. Hay que prestar atención a la realidad global para no caer en una mezquindad cotidiana”.
Y, por si fuera poco, acaba con una genial reflexión sobre el poliedro: “El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y los otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad”.
Dejo ahí estas cuatro reflexiones del Papa Francisco como guía para saber discernir nuestras decisiones y nuestra praxis. Honestamente creo que pueden ayudarnos a buscar respuestas a nuestros difíciles caminos de compromiso y fidelidad al servicio del bien común. Aquí, en Catalunya, no es necesario decirlo, y en todas partes.

